El debate de candidatos presidenciales del pasado 7 de abril es menos relevante para los votantes, pero importante para los medios, candidatos y sus equipos. Pocos lo atienden si se considera el total de los electores, aproximadamente once millones o 11% de los votantes. El debate es para ganar votos; por ello la intensidad del post-debate. Todos invocan, de una manera u otra, éxito; incluso, Jorge Álvarez Máynez y los suyos hablan de goliza.
Al INE le ha tocado la peor parte. El formato fue consensuado con los partidos y los representantes de los candidatos y votado en el Consejo General. El acuerdo debiera inhibir la cargada en su contra. Un formato más abierto significa empoderar más a los conductores, justo lo que no se quiere porque abre espacio a la discrecionalidad. El INE no puede invocar éxito, pero los impugnadores tampoco señalan que fue un desastre. De la mala experiencia se derivan lecciones que todas las partes deben asumir y actuar en consecuencia para los próximos encuentros. Como quiera que sea, el debate es una sacudida a las campañas y puede tener un efecto positivo.
Es un hecho que las empresas productoras tuvieron un deficiente desempeño, evidente en el sonido y en el manejo de cámaras; también falló en el empleo de los medidores de tiempo. No está por demás señalar que es una falta no encuadrar al que tiene la voz.
Los candidatos están expuestos a mucha presión. Un debate es importante, así como la justa medida de su disciplina, preparación y capacidad para responder en condiciones inesperadas y difíciles. Una falla menor puede afectar el desempeño. Le sucedió a Claudia Sheinbaum y a Jorge Álvarez Máynez por sus cronómetros; sin embargo, no perdieron control y lo manejaron con soltura.
Los conductores hicieron su parte en condiciones muy complicadas. Manuel López San Martín se manejó con cuidadosa discreción y Denise Maerker pudo resolver proactivamente las dificultades en la conducción ante la inconformidad de los candidatos por la asignación de tiempos y los cronómetros.
Hay ruido en exceso entorno al debate, porque la disputa que le sigue, el post-debate, resulta más relevante que el evento mismo y su efecto igualador, crucial para los candidatos opositores, quienes dejaron pasar la oportunidad, en parte por insuficiencia propia y por un formato saturado en temas que les restaba libertad y tiempo para debatir. Es evidente que después del evento haya una determinación por emparejar el desempeño. La oferta no puede imponerse a la confrontación de ideas y proyectos, en todo caso, es una llave para diferenciarse y realizar contraste con los competidores. En la evaluación no puede hacerse virtud la omisión que exhibió la candidata oficialista ante señalamientos que merecían respuesta.
Aunque los debates tengan limitaciones y no sean determinantes para la mayoría de los votantes su existencia es relevante para el voto informado, para conocer mejor a los contendientes y lo que ellos proponen o sostienen. El debate impacta a los medios, a los observadores de la contienda, a los equipos de campaña y a los mismos candidatos, así como a los intereses en su entorno. La realidad es que hay una sociedad distante de las campañas; muchos ya tienen preferencia, pero podrían cambiarla, además del segmento que no ha decidido y que es significativo, puede modificar las coordenadas existentes, aspecto muy difícil de medir en encuestas convencionales.
Las elecciones no se limitan a los candidatos presidenciales. Las legislativas tienen poco impacto en las intenciones de voto porque los electores, en su mayoría, tienen poco aprecio al cargo a pesar de su importancia, más ahora cuando está de por medio un mandato de reforma constitucional de regresión democrática por parte del oficialismo, asunto que parece ajeno en el debate entre partidos y candidatos. No se explica que la ley y el INE sea omisos en el tema del debate de los candidatos a legislador.
A diferencia de la elección precedente, los comicios locales concurrentes tendrán mayor impacto en las elecciones presidenciales y, particularmente, en las legislativas. Desde ahora se anticipa una fuerte competencia y expresión plural, que incorpora un elemento de incertidumbre dificultando cualquier pronóstico a partir de la competencia presidencial.
El debate presidencial a pesar de su trascendencia y relevancia no deja de ser un elemento con una fuerte carga de ficción sobre el desenlace final en la diversidad de los comicios en puerta.
Las concesiones del poder
El ejercicio del poder político es complejo en extremo. Más de lo que parece. No todo es materia de voluntad política. La realidad impone límites. Como nunca, al menos en su historia reciente, el país ha tenido un ejercicio vertical, autoritario y despótico del poder presidencial. Jamás un mandatario se había plantado con tal desdén a la pluralidad, a los equilibrios institucionales y a la idea de que el país es de todos y, por lo mismo, no hay un proyecto único ni exclusivo en la construcción del destino nacional.
A pesar de su pulsión autócrata, el presidente López Obrador ha debido hacer concesiones relevantes, muchas implícitas. Así, resolvió, incluso antes de tomar posesión, cancelar una obra fundamental para el país que era el hub aeroportuario de Texcoco. El objetivo fue claro, determinar quién mandaba y que estaba dispuesto a todo. El interés público y el objetivo social y económico de la obra se vieron severamente afectados, no así los intereses particulares de los constructores. A pesar de ser señalados como corruptos fueron debidamente indemnizados, incluso a no pocos de ellos se les asignaron proyectos de obra futuros. Una concesión nada menor y con un claro sentido de cooptación.
Otra de las concesiones relevantes del presidente tiene que ver con la militarización de la vida pública. Muy pronto el mandatario entendió las limitaciones propias de la burocracia civil y las reglas a las que estaba sujeta. Recurrir a los militares ofrecía al menos tres ventajas nada desdeñables: la primera, contar con un amplio cuerpo humano con prestigio social, entrenado para la lealtad, traducida por el presidente en obediencia; la segunda, acompañar a su actuación la discrecionalidad en la asignación de obra y contratos, sin importar opacidad y la falta de control administrativo al invocar el interés nacional, estableciendo un régimen de excepción, sin rendición de cuentas ni transparencia; y, tercera, asegurar la lealtad de la cúpula castrense.
La más oprobiosa de las concesiones es la concedida al crimen organizado. El presidente ha sido consecuente una y otra vez con la tesis de los abrazos y no balazos, así como la de atacar la criminalidad en sus causas, en su versión, la falta de oportunidades a los jóvenes y la pobreza, con resultados desastrosos para todos. Amplios territorios viven situaciones de violencia extrema y otros donde la paz se ofrece por el dominio total de un grupo criminal que lo mismo es recaudador, policía, juez y gran elector.
Las concesiones en no pocos casos vienen con contraprestación. Por parte de las empresas propietarias de medios de comunicación el trato preferente está condicionado a la política editorial. La autocensura prevalece y son suficientes las palabras del presidente de insatisfacción para que actúen en consecuencia. Con singulares excepciones la información que se genera es la reproducción acrítica de la versión oficial, en no pocas ocasiones vuelta grosera propaganda. El mandatario dispensa recurrentes insultos, calumnias y agresiones a los periodistas independientes, líderes de opinión e intelectuales.
Otra de las concesiones del régimen es hacia el Gobierno norteamericano. El presidente dio un giro de 180 grados que partió de la irresponsable postura de hacer del territorio nacional un espacio abierto a todos los migrantes del mundo, a la policía migratoria con el despliegue de la militarizada Guardia Nacional para contener, frenar y retenerlos. Sucedió en el Gobierno de Trump; él y sus colaboradores han consignado públicamente el humillante sometimiento del Gobierno de México a sus exigencias. Con el Gobierno de Joe Biden cambiaron las formas, no la sustancia. En México las autoridades cumplen, no siempre con eficacia y rigor, con los requerimientos de control fronterizo del Gobierno nacional del país vecino.
Las concesiones de López Obrador le han restado autenticidad y contradicen los fundamentos de su prédica progresista y humanista. El militarismo, la ausencia de autoridad, los privilegios de los de siempre, la falta de empatía hacia los más débiles o los más afectados por el estado de cosas le ponen en entredicho. Sus impulsos autoritarios no concluyen con su Gobierno, deja no sólo una herencia de devastación institucional profunda que llevará mucho tiempo revertir, también ofrece un mandato de graves transformaciones constitucionales que significan la destrucción del edificio democrático que a todos pertenece y que le permitió a él y a los suyos acceder al poder.