Cuando alguien muere, las heridas psicológicas se manifiestan en ciertas conductas, frases y actuaciones: miradas perdidas, tristeza, enojo, intolerancia y, en algunos casos, indiferencia hacia el entorno o hacia otras personas cercanas. El doliente suele sumirse en el dolor propio
Corría el año de 1961, cuando el psiquiatra George Engel planteó a la ciencia médica la siguiente pregunta: ¿es el duelo una enfermedad?
Engel explica que la herida que queda al perder a un ser amado es tan trágica y dolorosa como quemarse, o como tener una herida profunda. En un plano físico, equivaldría a recibir en el cuerpo golpes, laceraciones, heridas punzantes o incluso, el dolor que provoca el fuego sobre la piel.
Engel sostenía que, al igual que es necesario curar una herida física para evitar que se infecte, también es necesario curar la herida psicológica ocasionada por un duelo. Por tanto, plateaba Engel, el duelo es un proceso natural de sanación. No es una enfermedad, sino una herida que debemos curar y cuidar.
Desde el punto de vista de la Tanatología, la diferencia entre ambas heridas es que la herida física la podemos ver, se manifiesta inmediatamente, puede sangrar, producir supuración y provocar úlceras o llagas. Es muy visible y sus cuidados también lo son. La herida psicológica, por su parte, es prácticamente invisible: si queremos la podemos ocultar o disfrazar. Sus manifestaciones son otras. Hablamos de actitudes, posturas y comportamientos que se manifiestan a través del lenguaje verbal y corporal y pueden pasar inadvertidos para muchas de las personas cercanas al doliente.
Las heridas psicológicas se manifiestan en ciertas conductas, frases y actuaciones: miradas pérdidas, tristeza, enojo, intolerancia y, en algunos casos, indiferencia hacia el entorno o hacia otras personas cercanas. El doliente suele sumirse en el dolor propio.
Podemos definir el duelo por la muerte de una persona cercana como el proceso que atravesamos para adaptarnos a la pérdida de ese ser querido.
En términos generales, el duelo también aplica para pérdidas significativas que dejan una huella profunda en el doliente: una separación, un divorcio, una migración, la pérdida de un trabajo o, incluso, la jubilación.
El valor y la profundidad del duelo por la pérdida de una persona dependerá del tipo de vínculo establecido, del apego emocional y psicológico, de las circunstancias, de la edad y la forma de muerte que se vivió, así como de factores culturales y creencias religiosas, o espirituales.
Son muchos los factores que intervienen en la elaboración de un duelo. Entre los principales están el vínculo, la edad o el proceso de la despedida: ¿hubo tiempo o fue de manera abrupta?, ¿fue un accidente, una enfermedad, una desaparición, un suicido, un secuestro? Cuando el ser amado murió, ¿estaba solo o acompañado?
En este proceso también influye la construcción de la relación con el difunto; si era muy cercano o era un familiar o si era un amigo ausente y qué tipo de lazos se construyeron y vivieron con esa persona. ¿Tenía un significado en mi vida?
En este punto me detengo un poco al recordar el caso de Fernando, un consultante que acudió conmigo por la muerte de su mascota, un hermoso perrito maltés color miel. Sansón, de 12 años, representó para Fernando la compañía durante la década que se dedicó a estudiar medicina. En su soledad, la mascota fue una fiesta en casa en los días buenos y en los días difíciles.
Un día, Sansón enfermó de cáncer y, luego de tres meses de convalecencia, falleció. Dos semanas después de la muerte de la mascota, el padre de Fernando murió también a causa de un cáncer. El fallecimiento de su papá, sin embargo, no tuvo tanto impacto en su vida. Su más grande dolor, por increíble que parezca, era la pérdida de su mascota. «Sansón era quien me recibía con cariño y con una alegría incomparable cada vez que yo llegaba a casa. Siempre me acompañaba con alegría y lealtad. Eso no puedo olvidarlo; fue quien me acompañó en mis días de soledad, de tristeza y de miedo. Dormía conmigo y siempre estaba ahí: me daba amor y se interesaba por mí», me contó Fernando. «En cambio, yo no signifique nada para mi padre. Estuvo ausente toda mi vida a pesar de que viví con él toda mi niñez y mi adolescencia. No dejó huella alguna en mí, no compartimos experiencias juntos y nunca tuve un abrazo, una señal de aceptación o de amor de su parte. Más bien me hacia sentir como una carga. Viví como un fantasma frente a él. Por eso no me duele en absoluto su muerte», agregó, impasible, en una de las sesiones.
Otros aspectos importantes a considerar en el doliente son el económico, el social y el cultural, así como la ausencia o la presencia de duelos anteriores y la forma en cómo ha asumido y vivido esos duelos. ¿Logró adaptarse de manera sana a sus circunstancias? ¿Alcanzó niveles de bienestar después de una perdida significativa?
Y aquí es conveniente abrir esta pregunta: si el duelo es capaz de hacernos sentir heridos psicológica, cognitiva, física y biológicamente, ¿qué capacidades y fortalezas puedo recuperar e integrar nuevamente a mi vida para poder conectar con la belleza de la vida, recuperar mi bienestar, volver a sonreír y potenciar mis capacidades?
Primero, es importante destacar que el duelo es un proceso normal y su elaboración de manera sana puede significar un grado mayor de madurez personal. Desde la perspectiva humanista, el duelo es un proceso en el que las personas integran a su vida la experiencia difícil —y a veces traumática— de la muerte de una persona amada, y puede llevar al doliente a una profunda transformación de su vida, como una experiencia de aprendizaje y revalorización de las prioridades de su vida.
Según la psicoterapeuta española Alba Payas el duelo es una experiencia que evoluciona en el tiempo como aprendizaje y cuyo resultado final es la emergencia de cambio de la propia identidad.
El duelo abarca una serie de sentimientos, sensaciones corporales, cogniciones, conductas y actitudes. No necesariamente se experimentan todas y cada una al mismo tiempo. Cada persona tiene reacciones propias de acuerdo a los factores antes señalados.
Entre los sentimientos que de manera normal emergen en el duelo están la tristeza, la rabia, el enfado, el enojo, la culpa, el autoreproche, la incertidumbre, la ansiedad, la soledad, la fatiga, la impotencia, la insensibilidad, la irritabilidad, el anhelo, la nostalgia o la melancolía.
Entre las cogniciones se incluye la incredulidad, la confusión, el sentido de presencia, las alucinaciones y la preocupación.
Encontramos conductas como trastornos del sueño, estrés, insomnio, trastornos alimentarios, conducta distraída, aislamiento, soñar con la persona fallecida, comportamientos de búsqueda (pensar que hemos visto a la persona fallecida caminando en casa o en la siguiente cuadra) suspiros, hiperactividad, desasosiego, llanto sin motivo, atesorar en demasía los objetos (ropa, libros, perfumes, herramientas, etcétera) que pertenecían al fallecido o llevar siempre con nosotros algunas de sus cosas.
Respecto a las sensaciones físicas, suelen aparecer huecos o vacíos en el estómago, debilidades musculares, dolor de garganta o de cabeza, vista borrosa, boca seca, falta de energía, somnolencia, sensación de dolor en el pecho, sofocación, estrés, ansiedad, imposibilidad de estar quieto en un lugar, sudoración fría, ganas de huir o dolor en espalda y cuello. También son comunes los dolores en hombros y espalda, el cansancio extremo, la confusión o la perdida de conciencia sobre el tiempo y el espacio.
Conocer con certeza que el duelo no es una enfermedad nos puede dar cierta tranquilidad, pero también debemos reconocer que nos puede traer o desatar enfermedades. Eso es una realidad.
Una de las principales recomendaciones que los tanatólogos hacemos a los dolientes es hacerse un check up médico o, por lo menos, un estudio de laboratorio que constate las verdaderas condiciones de salud del doliente. La sangre no miente y es muy importante cuidar la salud física y biológica.
La salud emocional y psicológica ocupa su propio tiempo y espacio y todos estos cuidados en los distintos cuadrantes podrán lograr que transitar por el difícil camino del duelo sea más llevadero.
Hay que tomar en cuenta que, por profunda que sea, la herida siempre podrá cicatrizar. Si ves que no sana, no dudes en pedir ayuda. E4