Múltiples son los rostros del poder y, de entrada, resultaría inútil tratar siquiera de encontrar su momento fundacional. Pero si inútil resulta tratar de encontrar el origen, productivo, en cambio, resulta enfocar esos rostros en el nivel de las ideas, del discurso y las prácticas sociales en donde se representa.
Uno de los rostros más visibles del poder, es el político. Y la ampliación de ese poder en la esfera pública conlleva el fortalecimiento de la noción de un ciudadano incorporado a la vida pública. Pero la realidad es muy distinta pues las leyes emanadas de los poderes políticos colocan al ciudadano fuera de la vida política.
La única razón perceptible como argumento que sostiene lo anterior es que, en realidad, el ciudadano está fuera de la esfera política porque no se le necesita; más bien estorba. En ese ámbito lo que se requiere es un sujeto que carezca de conciencia ciudadana, es decir, alguien incapaz de mirar críticamente el entorno y que, como resultado de ello, tampoco sea capaz de cuestionarlo.
Resulta difícil valorar el peso real de la actividad política del ciudadano porque, en el caso de México, no tenemos ciudadanos; sólo tenemos individuos que votan aparentando ser ciudadanos y que luego el Estado asume esa práctica como democracia pura, sin mancha, legitimadora del poder político en turno.
Si bien resulta cierto que el sufragio es uno de los elementos constitutivos de la democracia, también resulta cierto que no es ni el único ni el más importante. Las visiones críticas de la democracia plantean el predominio de otros factores de la esfera política y que constituyen maneras propias de ejercer la ciudadanía y, a su vez, definen la posición política del individuo.
En todo caso, la participación ciudadana no se agota en el sufragio que aparenta ser democracia, sino en el número de organizaciones autónomas, no gubernamentales, en las que un individuo se encuentra integrado para proponer soluciones a los problemas vitales que le atañen como parte de una sociedad que se moviliza para crecer.
Una participación ciudadana real y verdadera tendría que ver con ejercer los poderes y las libertades civiles concedidas desde la democracia. Políticamente eso significaría el desarrollo de un sentido cívico que debe culminar en la toma de conciencia de las desigualdades que se plantean en la sociedad mexicana y que exigen la definición de nuevos papeles en el ejercicio ciudadano de un individuo que piensa.
En cuanto al sueño político de la ciudadanía mexicana, el inmovilismo institucional resulta cada vez más sorprendente pues la composición del poder político en México a través de las élites dirigentes comienza a percibirse claramente ya como un signo de arcaísmo.
El temor que se tiene a la eventual perturbación que puede provocar el sufragio ciudadano en el ámbito del poder político clásico, es un temor real: está en juego la conciencia de la aparición de nuevos escenarios en los que el poder político pudiera expresarse de manera más sana y natural, sin esas simulaciones de democracia tan recurrentes en nuestro país.
Los alcances del sufragio ciudadano podrían llegar a hacer realidad la desaparición del retórico Estado de bienestar, tan buscado y perseguido por la actual administración gubernativa en México, ese que presta a tensión a la gente cuya pobreza deja en claro su incapacidad para autoabastecerse con base en el trabajo asalariado y que por ello es objeto de beneficencia caritativa susceptible siempre de discriminaciones y fácil manipulación porque ve a esa masa como objeto de aclamación pública para fines de configuración de los escenarios de poder que mejor convengan a individuos o grupos que aspiren a desplegar sus intereses de actuación.
Contrario a eso, un Estado de verdadero bienestar, consideraría a esas personas como entidades sujetas a derechos sociales que debe derivar en derechos políticos en tanto ciudadanos que son, reconociendo además su contribución a la sociedad que habitan porque tienen en su imaginario todas las posibilidades de concebir respuestas sólo por mirar críticamente su entorno.
El ciudadano es el verdadero rostro de la democracia, no el sufragio, tan fácil de manipular y orientarlo hacia donde mejor convenga, según el interés de alguien. En otras palabras, la democracia encuentra su correlación en la ciudadanía que la legitima; el voto vendría a ser apenas la representación de un escenario de poder que debe corresponderse con el acto ciudadano al ejercer cívicamente uno de los derechos que le otorga la democracia.
Y debe ser ciudadana la construcción de los escenarios de poder para matizar el ejercicio de ese poder. Porque si no ocurre así el poder se vuelve coto exclusivo de mentalidades con intereses personales o de grupo.
La base de ese logro debemos encontrarla en argumentos de razón cultivados a lo largo de una formación que privilegie el conocimiento para que todos los asuntos que deba tratar la ciudadanía encuentren un campo amplio dónde discutir las mejores alternativas de solución en lugar de imponer ideas preconcebidas que suelen tener poco alcance.
Pero para que eso ocurra se necesitan mentalidades de amplias y profundas dimensiones que aspiren a la apertura del pensamiento y no al estrecho pasadizo mesiánico donde la abstracción hace imposible todo lo demás.
Se necesita que las élites que gobiernan México abandonen su protagonismo y desaparezcan para que su invisibilidad haga visibles sus logros de gobierno. Porque, ocupados como están en aparecer en los medios con tal desmesura hasta parece que el fin es ocultar lo escaso de sus políticas públicas en favor de la construcción de una sociedad habilitada para la vida.
Y cuando se analizan los perfiles de los escenarios de poder en manos de los que hoy gobiernan, se entiende bien que los pequeños de mente caben perfectamente en el cuadro de la pantalla de televisión y las notas periodísticas de corte mediático. Igual se entiende que los grandes de pensamiento sean ignorados.
Me refiero, claro, a la ciudadanía, con un patrimonio de razón clara para confrontar el mundo que lo rodea. Al ser ignorada sistemáticamente su presencia se le concede la dimensión de grandeza que, en efecto, tiene frente a la pequeñez de los que hoy nos gobiernan desde escenarios de poder hechos a su medida.