El país vive en estado de guerra en dos planos; uno como metáfora y se aplica a la política. El presidente López Obrador se declaró en estado de guerra política desde el inicio de su Gobierno. Su acción temprana fue la cancelación del aeropuerto de Texcoco para dejar en claro que no habría concesión alguna hacia quien dudara de su autoridad. Su enemigo no es el crimen organizado, como sí fue con Calderón, más bien al contrario, allí no hay frente de batalla, como muestra el ratificado principio de los abrazos no balazos. El enemigo es la oposición en una lógica que trata de reducir a su mínima expresión al adversario, a quien se le ve como opuesto, como amenaza que hay que contener a toda cosa, no como una legítima diferencia propia de la alternancia en el poder y de la ética democrática que implica la coexistencia entre mayoría y minorías.
Las consecuencias del enfrentamiento son múltiples. Como toda lógica de guerra se sacrifica la verdad, la legalidad se elimina o se emplea a conveniencia; además, no hay neutralidad posible: se está incondicionalmente a favor de la causa que el superior define o se es enemigo. La guerra requiere de propaganda por eso no hay espacio para la verdad, mucho menos para el escrutinio al poder, que es entendido como un recurso del enemigo, sean los contrapesos institucionales, la actuación de los órganos constitucionales autónomos o el ejercicio de la libertad de expresión. Recurrir a la mentira y al engaño no es una acción defensiva, sino ofensiva, se trata de movilizar a la población a favor del proyecto y de los recursos utilizados.
La ética de la guerra es el triunfo, los medios no importan; de hecho, todo recurso para prevalecer es legítimo, lo que conduce a una inevitable violación de los derechos humanos, particularmente los de los adversarios y de sus aliados potenciales, sujetos a permanente intimidación por el poder. De esta manera la ilegalidad va ganando terreno tanto en un sentido defensivo (eliminar la transparencia, por ejemplo) y el ofensivo (el uso político de la justicia penal o de los servicios de inteligencia).
La polarización es el resultado del estado de guerra, que implica, en mayor o menor grado, que la oposición participe de la misma radicalización e intransigencia, aunque resulta evidente la desigualdad de la contienda. La autocrítica se revela como un recurso del adversario o del enemigo. Lo que más llama la atención es el silencio o la connivencia con el abuso del poder de aquellos que en toda democracia actúan para que prevalezca la normalidad institucional y la legalidad. El silencio y la omisión de los factores de poder e influencia tiene graves consecuencias, entre otras, propicia el consenso y la legitimidad en torno al régimen de opresión.
La otra guerra, real no metafórica, se refiere a la violencia que ha impuesto el narco con el dominio o captura de amplios territorios. Es una guerra literal, más de 200 mil muertos que habrá en este Gobierno dan cuenta de ello, sin advertirlo hay una guerra civil en el país. Su origen no remite a este Gobierno sino a la debilidad institucional para contener la economía del crimen asociado al tráfico ilegal de drogas, que ha evolucionado en otros géneros de criminalidad, como la extorsión a amplios sectores de la economía, el tráfico de migrantes y el secuestro, entre otros.
La omisión del Estado en el combate al crimen significa el fortalecimiento de los grupos delictivos y la captura de las instituciones públicas, incluyendo las de seguridad o las referentes a la economía. La contención que ahora existe no deviene de las autoridades ni del aparato de justicia, sino de las divisiones y la guerra cruenta entre ellos con un elevado costo humano de inocentes. La sociedad está en medio del fuego cruzado entre grupos criminales, con la preocupante indiferencia de las autoridades que ha llevado a la sociedad a la autodefensa.
La guerra política habrá de concluir con el relevo de Gobierno, especialmente si el oficialismo pierde la presidencia o si no logra la mayoría parlamentaria calificada, situación ésta, altamente probable. Preocupan fuertemente, sin embargo, la herencia, los precedentes y, especialmente, el terreno perdido ante el crimen y el elevado costo que plantea recuperarlo.
Crisis en el Tribunal y el INE
La autonomía de los órganos públicos no sólo es materia de presupuesto o independencia, implica también capacidad de Gobierno propio, esto es, que las formas colegiadas que integran sus órganos de Gobierno y sus autoridades superiores sean funcionales a los objetivos de la institución.
López Obrador ha impuesto una presión mayor a toda institución no sometida al Ejecutivo; sean la Corte, el Tribunal Electoral, la UNAM, CIDE y los órganos constitucionales autónomos propuestos a desaparecer. El presidente ve en la autonomía una amenaza, razón de su asedio político, presupuestal y legislativo.
El modelo presidencial de autonomía es la CNDH, institución mal dirigida, mal gobernada y que abandonó su misión fundamental. Allí no hay recriminación, sino implícito reconocimiento. Al menos el presidente ha tenido cuidado con el Banxico y, hasta cierto punto, con el Inegi, entidad del Estado responsable de las cuentas nacionales. Cabe destacar la omisión en la designación legislativa de magistrados, consejeros y comisionados con la consecuente afectación en su Gobierno.
Preocupante lo que sucede en el INE y en el Tribunal Electoral. En medio del proceso electoral, en ambas instituciones graves son los efectos de la hostilidad presupuestal, mediática y legislativa presidencial, así como las dificultades entre sus integrantes del nivel superior para resolver temas fundamentales de su desempeño. Tres magistrados electorales decidieron remover a su presidente, sin causa válida que la justifique.
El Tribunal Electoral es un órgano constitucional de última instancia. Allí se resuelve toda controversia relacionada con el proceso electoral, incluso la declaración de validez de la elección de legisladores federales y la de presidente de la República. El Senado sigue sin designar a dos magistrados que integran la Sala Superior que concluyeron su término, afectando severamente su operación. Un magistrado ausente impediría se integre quorum, con todo lo que eso implica.
El consejero presidente Reyes Rodríguez no debió ser presionado para renunciar a su responsabilidad. Los tres magistrados que se le opusieron no están enterados del amplio reconocimiento alcanzado por el Tribunal en calidad de sus resoluciones desde que el magistrado Rodríguez llegó a la presidencia; o quizá peor, no les importa. La credibilidad, hoy más que siempre un apreciado intangible, lo tiene el Tribunal. Es deseable que los cambios no comprometan los logros. Finalmente, importa el desempeño y, sobre todo, la estricta legalidad e imparcialidad de sus sentencias.
El INE preocupa más. Se entienden las razones políticas y personales de muchos de los funcionarios que renunciaron a partir de la conclusión de gestión de Lorenzo Córdova. Su autoridad y liderazgo es un capítulo relevante en la defensa del INE. Sin embargo, su salida fue una deslealtad a la institución, que llevó al desmantelamiento en sus áreas técnicas y superiores. El derecho al miedo no es propio de los integrantes de instituciones de Estado. Funcionarios altamente capacitados optaron por abandonar a la institución ante la incertidumbre o el probable asedio de los nuevos funcionarios, azuzados por el presidente. Se está dejando al órgano electoral en condiciones críticas. Los partidos, menos el Gobierno, han hecho su parte para conjurar la crisis.
Las severas dificultades de la nueva consejera, Guadalupe Taddei, para designar las vacantes en áreas relevantes iniciaron al cometer errores elementales que despertaron las reservas de sus pares con propuestas claramente inviables, algunas comprometedoras de la imparcialidad y profesionalismo características de la institución. Uno de los funcionarios en el control administrativo renunció, según su dicho, porque se le pedía auditar a manera de afectar a funcionarios no afines a la nueva presidenta o que se habían retirado. Ayer lunes renunciaron tres funcionarios en el área de tecnología fundamental para la buena marcha de la elección.
El INE requiere de una presidenta apoyada por sus pares; la confianza se gana y los hechos muestran diferencias e intransigencia por ambas partes. Sin embargo, en esta última etapa más bien parece existir una disputa de consejeros opositores para complicar la delicada tarea a cargo de Taddei. Finalmente, la mayoría ha impuesto la aprobación de un mecanismo para las designaciones en las áreas técnicas. Ante el desafío en puerta resulta crucial llegar finalmente a una solución que permita al INE cumplir con su responsabilidad y que cada consejero entienda claramente los términos de su función y compromiso con la institución eje de la democracia electoral.
Tanto que decir y poco bueno por destacar