Con más de 282 mil muertes por COVID-19, México se mantiene como el cuarto país con más defunciones por esta enfermedad, superado por Estados Unidos, Brasil e India. Mientras tantos, desde no tan lejos, el resto de las naciones tampoco baja la guardia, especialmente a causa de la proliferación de nuevas cepas que se empecinan en ser cada vez más letales o transmisibles.
Sin embargo, en cuestiones de salud —ya no hablaré de la debacle económica que ha causado la pandemia, especialmente en países tercermundistas— no solo se trata de analizar su impacto mortal.
El estudio «Opiniones y experiencias en torno a la Salud Mental», elaborado por el Centro de Opinión Pública de la Universidad Tecnológica de México, revela que el 68% de los mexicanos considera que su salud mental ha sido afectada debido a esta situación epidemiológica y sus consecuencias sociales.
Problemas de concentración, cansancio extremo o poca energía, sentimientos de tristeza o desánimo, cambios radicales de humor e incapacidad para afrontar los problemas o el estrés de la vida diaria son los principales signos que se manifiestan, a los cuales deben estar atentos, en primer lugar, la familia, pero también amistades y compañeros de trabajo o estudio.
La situación se torna todavía más sensible en el caso de los menores. La agencia de protección de la infancia de la Organización de Naciones Unidas (ONU) exhorta a los Gobiernos a destinar más recursos para preservar el bienestar mental de los niños y adolescentes. El cierre de escuelas y la permanencia prolongada en los hogares, con la reducción de la interacción social, les trastornó la vida en gran medida y ha puesto en primer plano la cuestión de su equilibrio psicológico.
El informe más reciente publicado por el Observatorio Mexicano de Salud Mental y Consumo de Sustancias Psicoactivas advierte, a partir de una encuesta aplicada a 17 mil 267 personas, que 32.5% de las mismas aseguró que durante el período de confinamiento impuesto por la pandemia, las relaciones con las personas que vivían en el hogar se habían tornado más difíciles. En el mismo grupo el 11.4% y el 9.4% mencionaron que situaciones de maltrato económico y maltrato psicológico habían aumentado, asimismo, 8.6% y 7.0% reportaron que ambas situaciones preexistentes se mantuvieron igual.
Con relación al estado emocional originado por la COVID-19, el 39.4% refirió sentirse estresado, 35.3% se sintió preocupado, 20.8% se sintió angustiado y 17.2% señaló sentirse desesperado en algún momento. Por otro lado, 15.3% refirió sentirse deprimido y 13% decaído.
Para escapar del contexto aprensivo y angustiante que les rodea, uno de cada tres encuestados confesó haber recurrido a alguna sustancia psicoactiva. El alcohol en primer término (32.5%), seguido por el tabaco (24.6%) y después la marihuana (14.6%).
Concluye el estudio que: «Sin duda alguna, tanto la pandemia por COVID-19, como las medidas de confinamiento han agudizado las consecuencias en la salud mental de las personas, afectando las actividades familiares, laborales y sociales».
Y concluyo yo: La COVID-19, tarde o temprano (y esperemos que sea esto último) va a controlarse, pero sus efectos se quedarán con nosotros para siempre. Algunas prácticas, como el lavado constante de manos o la desconfianza provocada por la posibilidad de un contagio en lugares muy concurridos persistirán. No queda entonces más remedio que acostumbrarnos y evolucionar. Así lo hicimos cuando la aparición del Sida y, en otro escenario, cuando las medidas de seguridad se incrementaron tras los atentados del 11 de septiembre.
El mundo no es estático —afortunadamente, agrego— y si hoy nadie se queja por andar todo el tiempo con un celular en el bolsillo u ocultar un condón en la cartera, ¿qué más da agregar una mascarilla sanitaria? Por si las moscas, digo… las moscas, las bacterias y los virus. Lo que no podemos es renunciar a la alegría de vivir.