Estos grupos de mujeres llevan el rostro embozado para ocultar su identidad. Ellas van armadas con barretas, martillos y bombas molotov, se infiltran en las protestas de otros colectivos reventando las marchas con actos de violencia, causando destrozos, agrediendo a mujeres policías y vandalizando monumentos públicos. Este es un feminismo inaceptable, una vil monserga, una sinrazón.
Hay coherencia, por ejemplo, en el anarco feminismo argentino del atentado de la Recoleta, donde pretendieron volar el monumento del coronel Ramón Falcón, un represor.
La sinrazón de nuestras encapuchadas estriba en hechos como el de atentar contra el Ángel de la Independencia, obra del arquitecto Antonio Rivas Mercado, padre de Antonieta, una de las primeras feministas del siglo pasado, defensora de su género, de las mujeres que ni derecho al voto tenían, muy oprimidas. Y no se entiende el atentado contra un monumento a la libertad por mujeres que dicen buscar la emancipación.
Feminismo cuestionable el de estas encapuchadas y gandallas ante la confianza de que este gobierno no reprime, no pone orden, que tiene miedo a usar los toletes y las armas porque resulta políticamente incorrecto. Por eso las embozadas dejaron a más de 20 mujeres policías heridas, a un bolero, a un anciano mayor y demás gente inocente.
Las activistas saben que las principales religiones del mundo son la causa de la misoginia y la opresión. La religión católica, al igual que el islam y el judaísmo, discrimina a las mujeres, mantiene una visión androcéntrica de la vida e insiste en la perspectiva patriarcal de la sociedad.
Y sin embargo hay activistas que abusan del oportunismo para llevar agua a su molino. Los feminicidios no disminuyen a pesar de las nuevas legislaciones penales. La raíz del problema es más profunda y tiene que ver con la malignidad humana, el hombre y, en menos casos, la mujer, son homicidas por naturaleza y solo por miedo a homicidas más poderosos es que dejan de matar, lo dice Erich Fromm que vivió en México.
Y frente al fanatismo violento de las feministas embozadas vale hoy recordar a la periodista Oriana Fallaci, la activista que nunca se cubrió el rostro ni como miliciana de la resistencia antinazi, ni como corresponsal de guerra, ni en Tlatelolco donde fue herida de bala en 1968. En Irán se le impuso un velo que cubría su rostro como una condición para entrevistar al ayatola Jomeini. Cuando el líder religioso se molestó por la insistencia de Fallaci sobre la opresión de las mujeres en el islam, la periodista se quitó el velo e hizo huir al supremo líder y clérigo de Irán. El estadista Henry Kissinger siempre lamentó no estar a la altura de Fallaci. Al dictador de Etiopía, Haile Selassie, que se creía inmortal, descendiente del rey Salomón y de la reina de Saba, lo hizo rabiar cuando le dijo que era mortal. Nunca se ocultó el rostro la gran mujer que fue Oriana Fallaci.
Fallaci, quien recibió varios balazos en la represión de Tlatelolco, que la dieron por muerta y en la morgue de la capital alguien, por fortuna, se dio cuenta que estaba viva, nunca hubiera herido a un bolero, a un anciano, a un taxista y tampoco hubiera dañado estaciones del Metro, que es donde se transporta la gente humilde, ella fue muy agresiva contra los hombres más poderosos del mundo, una feminista de verdad.