Sabemos bien que lo esencial de la poesía es su poder de contribución para desvelar con mayor dosis de verdad el misterio del mundo a través de las herramientas que tiene como propias esta vertiente de las letras, entendida como arte: metáforas, imágenes, símbolos, entre otras.
El entramado discursivo de la poesía elabora las claves comprensivas de la realidad entera; con ello deja constancia que es un espacio constructivo donde el mundo es en todo su esplendor desde la perspectiva estética en que lo concibe el acto poético.
En efecto, la poesía es un asalto a la realidad; asalto repentino, contundente y definitivo; es la fórmula intuitiva más poderosa con que el poeta resuelve a favor de sí mismo y de los lectores que lo acompañan, la incógnita de este mundo porque es un gran esfuerzo para clarificar ese escenario que el poeta, y el lector, tienen como casa común: el poema.
Pero, además, este esfuerzo alcanza dimensiones de portento porque la poesía no es un evento cualquiera que pertenezca al dominio de lo fugaz; por el contrario, pertenece a las potencias del silencio de eternidad; un silencio fraguado en el tiempo que no pasa, insertado en la noche oscura del alma del poeta, pero más encendida que el alba pletórica de luz en un día de verano.
Es así, porque para un poeta el silencio y la soledad no son una zona estéril, sino una estación que fecunda su quehacer en el mundo donde se mueve el artista.
Por eso la poesía, con su autodescubrimiento del sentido de la existencia y su virtud para fundarla en toda su magnificencia, nos aporta lo más sustancial del ser humano: su proceso de búsqueda a través de los grandes temas que constituyen sus preocupaciones esenciales: amor, muerte, soledad, dolor, angustia, alegría, incertidumbre, sueños…
Vuelve a ser así porque la poesía es también un conjunto de pinceladas procedentes de una paleta muy amplia para aplicar el color del sentimiento más estremecedor, la emoción más íntima y la posibilidad de expresar el pensamiento más profundo, sobre una página en blanco habitada luego por el mejor huésped que puede tener una casa de papel: la palabra.
Y son precisamente los poetas quienes, con su quehacer de contundencia irrefutable, dejan constancia de que su oficio constituye la elaboración más minuciosa de un mapa donde quedan trazados con exactitud los puntos cardinales para explorar una zona de escasa visibilidad por el misterio que entraña y la profundidad de abismo que posee: el interior del ser humano, ahí donde se ponen de relieve las emociones y los sentimientos más íntimos del individuo, o si se quiere mejor esta expresión: del hombre universal.
Ese mapa traza los puntos cardinales para reintegrar al hombre, después de un necesario exilio de sí mismo, al reino de pájaros que cantan su alegría de abril para instalarlo en una realidad de verdades ante la visión de la cascada de hojas secas que caen con el primer murmullo del viento otoñal; para apaciguar los ardores del alma porque la ha quemado el fuego de las palabras con que se nombra el mundo; hablo del reino de la vida, la vida pura, la de la luz perenne volcada sobre su ser, es decir, el ser del Hombre en su más alta significación.
Todo eso es el poeta y todo eso, también, es su quehacer; quehacer noble, dignísimo, pletórico de virtudes, útil para la vida que se crea a través de la palabra y que sitúa al ser humano en el estado de gracia más venturoso. Me gusta.
Contrario es el otro, el político que convierte su quehacer en una actividad que carece de nobleza, indigna, pletórica de vicios, totalmente inútil para la vida de un país que no encuentra su rumbo y que, por eso, ha caído al abismo infernal de la desgracia. Ese sujeto no me gusta; lo detesto, incluso.
Y lo detesto porque es un personaje que padecemos en México al ser encumbrado hasta la esfera gubernamental por una democracia endeble que sólo contempla la clave del sufragio. El político mexicano es una figura escenográfica y, por lo tanto, falsa que hay que detestar y erradicar de las estructuras de este país a través de un ejercicio ciudadano que lo ponga en su sitio.
Mi patria no merece a estas figuras del mal cuya agenda sólo comprende un rubro: la conservación del poder; peor aún, conservación del poder a como dé lugar.
Razones no me faltan para hacer estas consideraciones. No me gusta este político gobernante que se mantiene impasible ante los secuestros y asesinatos masivos de migrantes o de sociedad civil: su indiferencia los convierte en cómplices de tales crímenes.
No me gusta esa casta que dice ser la esperanza de México, enferma de poder hasta el extremo y que minimiza lo grandes problemas de mi patria y que, naturalmente, ni por asomo se ocupan hundiendo a la población en una incertidumbre y una desesperanza que pretende paliar con programas sociales de dudosa eficacia porque están fundados en la retórica más insultante.
Rechazo firmemente la presencia de esos profesionales de la mentira que mienten y engañan tan cínicamente en tiempos de campañas políticas a sabiendas de que sus promesas jamás serán cumplidas.
Por eso no me gusta esa figura ¿Por qué tolerarlos? Prefiero la figura del poeta; más sana, más humana.
La exigencia en tiempos de efervescencia electoral, como los que se presentan ahora, es apelar a la conciencia ciudadana, no al sufragio, para encausar la vida pública por mejores rumbos. No el voto porque es fácil manipular y pervertir su sentido, sino la conciencia donde ningún mentiroso tiene posibilidades de hacerse notar ni hacer juego sucio.
Espero con ansia el venturoso día en que toda esta estantigua pueda ser expulsada de México. No se requiere su presencia aquí; estorba, enrarece el flujo normal y sano de la vida cotidiana. ¿Cuándo, me pregunto, el ciudadano tomará las riendas de su destino para poner en su sitio a todo este ejército de figuras falsas que se nos presentan como mesías con todas las promesas de salvación, igualmente falsas como ellos?
Un día será. Estoy seguro.