Andrés Manuel López Obrador llegó a la presidencia no por las élites, sino a pesar de ellas. Los poderes fácticos le cerraron el paso en dos elecciones previas. Legitimar a Felipe Calderón y a Peña Nieto les permitió aumentar su influencia y multiplicar sus ganancias. La oligarquía fue poco crítica con los presidentes del PAN y el PRI para no exponerse ni afectar sus intereses. Sin embargo, el Gobierno y sus socios se olvidaron de las mayorías. La concentración de la riqueza y de los privilegios no solo profundizó la brecha social, también disparó la corrupción y agravó los problemas nacionales. AMLO señaló esa realidad y convenció a legiones de votar por su propuesta para cambiar el régimen.
La transmisión del poder entre presidentes del PRI y la alternancia con el PAN preservaron el statu quo. El modelo económico se consolidó. La promesa incumplida de cambio decepcionó a los electores, quienes en 2018 se decantaron por un populista sin luces —López Obrador—, pero sensible a sus necesidades y con un discurso disruptivo cuya prioridad eran, precisamente, los pobres y los descartados por el neoliberalismo. Poner el acento en la corrupción oficial y privada constituyó otro de los acierto de AMLO. El robo flagrante de caudales públicos, la venalidad en la asignación de contratos, el endeudamiento ilegal y el desvío de créditos para financiar campañas o asegurar el futuro económico de políticos inescrupulosos, así como la privatización de bienes y servicios estratégicos, se castigaron en las urnas.
Las circunstancias jugaron en favor del candidato de Morena. Ahí estaban, a la vista de todo el mundo, pero solo AMLO y su movimiento estaban en condiciones de aprovecharlas, pues no formaban parte del establishment y podían acometer al sistema por todos los flancos. José Antonio Meade y Ricardo Anaya, candidatos del PRI y el PAN, o del PRIAN, eran lo mismo: representantes del continuismo. La experiencia del tecnócrata anodino y el valor y perspicacia del joven, no pudieron contra la veteranía y la astucia de quien, sin prendas académicas, sí contaba con un conocimiento directo del país y de las carencias de las clases populares.
AMLO puede ser un fiasco como presidente, pero mientras se le perciba honesto, humano, bien intencionado, como un ciudadano de la calle, pues, conservará altos niveles de aprobación (para enojo de sus detractores), no obstante la falta de resultados de su Gobierno e incluso el empeoramiento de la economía, la inseguridad y otros sectores. A la administración le restan poco menos de tres años. Quizá sean los peores, pero también pueden ser los mejores. La alternativa deseable para el país es la segunda. Apostar por el fracaso de un mandatario legitimado —ya sea por cuestiones partidistas, para deshacer agravios o satisfacer pulsiones personales—, es insano y destructivo.
Somos un país relativamente nuevo en democracia y por eso nos cuesta entender, en términos de un estadista de la talla de Winston Churchill, que «es el peor de los regímenes, excluidos todos los demás». Significa que no hay otro mejor. En sus primeras campañas, AMLO fue presentado como «un peligro para México». El eslogan funcionó, pues logró su efecto: sembrar miedo entre la población. Pero después de los sexenios de Calderón y Peña, la idea cambió. Para debilitar a López Obrador, hoy se habla de una «dictadura comunista» en la que nadie cree. En vez de buscar revivir fantasmas, deben hacerse propuestas alternativas viables. Reimplantar el modelo económico y político corrupto y excluyente por el cual se votó en las últimas elecciones, de ningún modo lo es.