Fúnebre Facebook

Esta pandémica condición del «solo saber que nada sabemos» abona al desquiciamiento individual y social

Entró el 2021 con su sello de identidad. Es un año que arranca contagiado de la COVID-19. Durante sus doce meses, la contingencia sanitaria continuará o quizá llegue un cierto día en que la «normalidad» tenga luz verde y volvamos a dar la cara completa en las calles, a ofrendarnos a abrazos y a reconfortar los afectos en besos.

Esta pandémica condición del «solo saber que nada sabemos» abona al desquiciamiento individual y social, así como a sus múltiples manifestaciones. A diario emergen formas cada vez más complejas de lidiar.

En un acto de desesperación o de escepticismo radical, algunos recibieron el primer día de este enero salvados del coronavirus —ya fuera porque aún no han sido contagiados o porque libraron, a su manera, la batalla inmunológica— y corrieron a la playa, a la montaña, al centro histórico, a zonas comerciales, a urbes cosmopolitas, a restaurantes, bares y cantinas. Fueron y vinieron en aviones, en autobuses, en trenes, en automóviles. Seleccionaron habitaciones de hoteles, hostales, moteles, departamentos alquilados o compartieron cuartos en casas de familiares. Acudieron a restaurantes, consumieron alimentos y bebidas en platos, vasos y con cubiertos no desechables. Utilizaron baños tanto de uso público como el compartido por distintos miembros de alguna familia.

Muchos de estos otros boletos vacacionales que fueron comprados a ciegas —con francas probabilidades de sufrir contagios y de contagiar a otros del coronavirus— fueron difundidos en las redes sociales en innumerables fotografías. Parejas, familias pequeñas, medianas y grandes, grupos de amigos. Directivos, subalternos. Empleados y desempleados. Conocidos y desconocidos. Bebés, jóvenes, abuelos. Mujeres y hombres. Novios, comadres, cuates, hermanos. Persona por persona. Sin distingo de nacionalidades. El desafío a las recomendaciones de salubridad mundial, por parte de ellas y ellos, fue radical, una decisión a la que es posible encontrar un sinnúmero de interpretaciones. Podría ser que los divertidos vacacionistas caigan enfermos días después; o también podría ser que no. Ambas opciones son factibles en el enrarecido ambiente que respiramos. O también podría ser que ni siquiera manifiesten sintomatología grave, pero, igualmente, pueden volverse focos de contagio. E, incluso, el escenario extremo, también más muertes elevarían los índices de dolor global, como, igualmente, puede ser que la salud resulte absolutamente victoriosa.

Zozobra y más zozobra. Conductas polarizadas. La pandemia, para otros, aún equivale a encierros, desinfectantes, soledad, mascarillas, depresión, distanciamientos, más precauciones sanitarias, histeria económica y una espera que, así como anquilosa, también ha curtido e inyectado la resiliencia necesaria para sobrevivir. En este otro grupo también llevan su narrativa a cuestas los que han convivido, de habitación a habitación —ya sea en las del hogar o las de hospitales— con familiares menguados por la COVID-19, sus distintos cuadros de gravedad y sus finales. Aquí es necesario considerar a los que aún viven para contarlo y los que vivieron en cuenta regresiva, pero ya no están. Y ellos, los que se quedan con una o varias partes desmembradas de sus relaciones familiares o de amistad, en esa mismísima red social donde los vacacionistas y paseantes hoy colocan sus fotografías llenas de luz y sonrisas, nos dan a conocer esquelas y el quebranto que solamente ellos pueden dimensionar como víctimas de la COVID-19.

En una revisión aleatoria de apenas unos cuantos minutos de una cuenta de Facebook cualquiera es muy posible corroborar lo hasta aquí describo. Los usuarios están expuestos, de una publicación a otra, a escalofriantes contrastes. Vida y muerte desfilan en robótica democratización. Sentimientos de esperanza y de desahucio cohabitan en la misma pantalla, entreverados con «memes», reflexiones de superación personal, solicitudes de «puntitos mitoteros» en los grupos de Lady multitask, fotos de perritos sin dueño, anuncios de los webinars de moda.

Un mismo «click» puede ser, con la misma facilidad, un «Me encanta» o un «Me entristece». Así de simple y así de vertebral, a la vez. En menos de un segundo, un usuario de la red social tiene la posibilidad de convertirse en el hermano digital del disfrute o de la tristeza del remitente del mensaje. Así como aplaude la gracejada de Juanito, así le da ánimos a Pedrito en medio de la tristeza publicada. Con mínimo de esfuerzo, alguien puede vitorear el bronceado de las chicas gozosas del mar caribeño, a sonrisa abierta y sin cubreboca de por medio, como escribirles a los familiares de alguna de ellas, por ejemplo, que avisan, con una imagen de un listón negro, el fin del calvario del enfermo de coronavirus en casa. Más redundancia en automático. Más indolencia ante las muertes, siempre y cuando sean ajenas. Más «estoy contigo» «Face» to «Face», pero con la hueca evidencia en los hechos frente a frente.

Irónico resulta —amén de macabro— que esos mismos rostros, otrora radiantes, de fiesta en fiesta, como si el coronavirus fuera una patraña, días después pueden conectarse en la misa, vía Facebook live de cierta iglesia, unidos por la memoria de uno de sus afectos cercanos, fallecido por la COVID-19. Lo fúnebre, en Facebook, adquiere otra significación que bien vale medir para, luego, aplicar la sana autoevaluación.

Ocho años atrás de la actual pandemia, Mario Vargas Llosa, en La civilización del espectáculo (Alfaguara, México, 2012), explicaba la popularidad de lo «light» en las sociedades posmodernas. «La literatura light, como el cine light y el arte light, dan la impresión cómoda al lector y al espectador de ser culto, revolucionario, moderno, y de estar a la vanguardia, con un mínimo de esfuerzo intelectual. De este modo, esa cultura que se pretende avanzada y rupturista, en verdad propaga el conformismo a través de sus manifestaciones peores: la complacencia y la autosatisfacción» (p. 37). Con este contexto nos fuimos enraizando cada vez más en las redes sociales. Facebook, la protagonista en esta ocasión, fue el paraíso para millones de lecturas, escrituras e intercambios de imágenes light. Hoy, rinde sus polémicos frutos.

Corremos, pues, en el primer mes de 2021, y con poco más de una década de entrenamiento en los terrenos digitales de Zuckerberg. La comunicación digital es hiperdemandada en medio del confinamiento. Muerte y vida aparecen dentro de recuadros en los «Face» a juicio de sus autores y a la caprichosa valoración de los lectores. A lo light ahora es sumada, con rabiosa fuerza, la volatilidad de los contenidos, y la cruel, pero insistente relatividad de la historia de vida de un ser humano ahogado, a mano sucia, por la COVID-19.

Columnista y promotora cultural independiente. Licenciada en comunicación por la Universidad Iberoamericana Torreón. Cuenta con una maestría en educación superior con especialidad en investigación cualitativa por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Doctoranda en investigación en procesos sociales por la Universidad Iberoamericana Torreón. Fue directora de los Institutos de Cultura de Gómez Palacio, Durango y Torreón, Coahuila. Co-creadora de la Cátedra José Hernández.

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