Dedico este artículo al presidente de la República, a todos los integrantes de Morena y a las corcholatas que aspiran a gobernar México,a quienes les resulta repulsivo el quehacer periodístico.
Entusiasta del delito, Andrés Manuel López Obrador, y el grupo de aliados que lo acompañan, resulta un personaje que, por sus acciones, es un promotor nato de la disolución social como una estrategia sostenida a fin de quedarse únicamente con el coro de voces que le son gratas al oído; ese coro que lo aclama públicamente y con la mayor estridencia y que le sirve al presidente para opacar las voces disidentes.
Esas acciones le han permitido construir un Gobierno, un Estado, fuera de la ley que merecería una revisión crítica por parte de especialistas en torno a la legislación que permita acotar en su marco jurídico las decisiones de un poder ejecutivo que violenta las leyes con el mayor cinismo y descaro.
Cualquier Gobierno (y en ese sentido el Gobierno de Andrés Manuel no es la excepción) pretende que se construya una sola historia: la historia oficial, la que ellos cuentan como única y verdadera. Es así por una y simple razón: esa historia allanará el camino para su engrandecimiento a través de proclamas triunfalistas que lo hacen pasar por una entidad bondadosa; para ello utiliza el despliegue de múltiples beneficios a la masa que lo aclama.
Y para construir esa historia lo mejor es mostrar la fachada de un país que puede sepultar el pasado con una extravagante transformación que prefiere no aprender de las lecciones del pasado para mejor construir el futuro. Y entonces se construyen discursos vacuos que terminan debilitando al propio Gobierno que elabora este entramado y que no puede sostener los núcleos de verdad en que se sostiene la realidad real, la que no necesita el soporte de los discursos y las fantasías porque se arma con elementos de verdad.
Los desaparecidos de este país y a quienes ninguna autoridad pretende siquiera buscar, los miles de muertos sembrados en fosas clandestinas que se cuentan también por miles, la destrucción sistemática del sistema de salud que no puede garantizar la asistencia sanitaria a nadie, la desarticulación del sistema educativo que corta expectativas de desarrollo, la violación recurrente de las leyes, constituyen una expresión de crisis que debilita a cualquier gobierno.
Y este Gobierno de Andrés Manuel López Obrador, es un Gobierno débil, sin aporte de confianza y credibilidad, aunque paradójicamente, el presidente sea el más popular de la historia mexicana. A pesar de eso es un Gobierno débil.
Lo debilitan los silencios de los ausentes que están desaparecidos; lo debilita el subsuelo de esta tierra mexicana donde se ha pretendido esconder el dolor y el drama de los deudos por sus muertos que en vida fueron sometidos a tortura y luego arrojados a la ignominia de una bolsa para basura enterrada en cualquier parte; lo debilitan en su estructura los ciento cincuenta mil asesinatos que el crimen organizado se cuelga como presea y que la autoridad celebra con su pasividad, su sordera y su ceguera; lo debilitan los miles de desplazados por la guerra interna que se libra en Zacatecas, Michoacán, Chiapas, Sinaloa, Chihuahua, Guanajuato y que la autoridad gubernamental ha decidido abandonar a su destino en favor de una política de abrazos y no balazos para los criminales; lo debilita el terror de los feminicidios a quien el presidente desdeña sistemáticamente; lo debilita la situación precaria del ciudadano de salud quebrantada cuando tiene que enfrentar la realidad del IMSS-Bienestar con el sueño incoherente y absurdo de estar mejor que Dinamarca; lo debilita y lo hace añicos las expectativas de una juventud a la que las universidades Benito Juárez no pueden poner en contacto con las sociedades del conocimiento de hoy.
Pero, sobre todo, lo que debilita a este Gobierno es su gusto por hacer a un lado las leyes emanadas de la Constitución, lo que lo convierte en un Gobierno, en un estado fuera de la ley donde imperan por todas partes las glorias de la impunidad.
Cuidado, porque lo mismo que las dictaduras de Chile, Argentina y otros países latinoamericanos en el pasado reciente, donde el Poder Ejecutivo se apropió del Poder Judicial hasta volverlo sumiso y lograr que se comportara como a los dictadores en turno les venía en gana, puede ocurrirle a este país.
Basta con que el presidente sugiera desde la mañanera algo que él desea para pronto surjan los espontáneos para cumplirle el capricho. Si hay que hacer trabajo sucio, ahí está el gobernador de Veracruz para ensayar sus grotescas dotes de dictador para que el dios no manche su plumaje en su batalla contra los jueces y la Suprema Corte de Justicia de este país.
Pero el mejor ejemplo de la debilidad de un gobierno como el que hoy tenemos lo hemos visto con ese afán por mantener los controles de todo. Como ocurrió recientemente con la puesta en marcha de las campañas presidenciales de las llamadas corcholatas.
El presidente ordena a todos sus allegados, igual que a un mandadero de la más ínfima categoría. No existe de por medio la más mínima consideración a la investidura que oficialmente ostentan los que en realidad le sirven, si hasta parecen meras piltrafas de las que se puede disponer como se quiera.
Los miro y me pregunto ¿no le resultará humillante este trato a Marcelo Ebrad, secretario de Relaciones Exteriores, ni más ni menos; a Claudia Sheinbaum, jefa de Gobierno de la ciudad de México, Adán Augusto López, secretario de Gobernación; a Ricardo Monreal, senador de la República y hasta los invitados Gerardo Fernández Noroña y Manuel Velasco, senador de la República? Más allá de su legitimidad, todas son investiduras de alta jerarquía.
Sólo por admitir ese trato, donde su autonomía, su libertad de pensamiento, su independencia personal queda reducida a la más mínima condición, no deberían ser confiables para gobernar; allá se requieren otras condiciones.
Andrés Manuel López Obrador, ciego en su presidencia de la república por sus delirios de grandeza, de persecución, de ansias desmedidas por el poder, por su frivolidad política, no tiene ojos para ver en sus acciones la vulnerabilidad de su Gobierno y sus resultados son de una mediocridad pastosa, como la de su personalidad quebrada, permanentemente en crisis.