El monopolio del poder ejercido por el PRI durante 70 años tuvo altos costos para el país. Uno de los más notorios es la mala calidad de la democracia. El término se repitió en cada elección nacional y local, pero era un engaño, un mito; por esa razón se desgastó y perdió sentido. Pascual Ortiz Rubio asumió la presidencia en 1930 entre acusaciones de fraude. El atentado que sufrió el mismo día de su toma de posesión y la omnipresencia de Plutarco Elías Calles le obligaron a renunciar a la mitad de su mandato. Los siguientes mandatarios fueron impuestos por la maquinaria del Estado; casi todos —hasta llegar a Peña Nieto— entre señalamientos de irregularidades en las casillas y en los tribunales.
En ese proceso, el candidato Luis Donaldo Colosio fue asesinado por disputas de poder dentro del mismo PRI. El conflicto propició la elección de uno de los mejores presidentes: Ernesto Zedillo, quien salvó al país de la crisis económica incubada en el gobierno de Carlos Salinas de Gortari y que estuvo alejado de escándalos familiares o de corrupción. Su mejor legado político consistió en generar condiciones para la primera alternancia; como exjefe de Estado, su comportamiento también ha sido digno. Vicente Fox desaprovechó la oportunidad histórica de ser el primer presidente emanado de un partido de oposición.
Antes y después de la Revolución, la mayoría de las elecciones se ganaron con trampas, algunas a balazos y sin excepción con recursos públicos al margen de los cauces legales. La delincuencia de cuello blanco y los carteles de la droga también contribuyeron. México tuvo como resultado una sucesión de presidentes sin legitimidad en las urnas. Algunos suplieron el déficit con terror y mano dura; otros, con dinero. Pero a medida que la democracia se consolidaba en el mundo; la sociedad se volvía más exigente; el robo y la manipulación del voto empezaban a fallar; los márgenes de victoria se estrechaban; iniciaba el primer ciclo de gobiernos divididos y los ejecutivos federales cedían más poder a los grupos de presión, el Estado y las instituciones se vaciaron e incluso dejaron de cumplir su función o la cubrían a medias.
En ese contexto, Andrés Manuel López Obrador ganó la presidencia con una de las votaciones más nutridas. Traicionados sexenio tras sexenio, en medio de corrupciones galopantes —el fenómeno alcanzó categoría de política de Estado en el gobierno de Peña Nieto—, con partidos burocratizados y una elite cómplice del poder e indiferente a las necesidades de las clases medias y de los pobres, la ciudadanía le entregó a AMLO todo el poder. Vistos los resultados, muchos de quienes votaron por el líder de Morena quizá hoy se arrepientan, pero aun así la popularidad del presidente es alta. Las elecciones intermedias dirán si la mayoría lo aprueba todavía o le retira su apoyo. Si Fox tiró por la borda la legitimidad de las urnas y pasó como un presidente anodino, López Obrador abusa de ella, y las consecuencias pueden ser aún peores. Los mexicanos siguen agraviados por la corrupción de la clase política, la oligarquía transexenal y el saqueo indiscriminado e impune de las arcas públicas. El desafío de acabar con la hidra es monumental y requerirá varios sexenios para dejar de figurar en la lista de la infamia de Transparencia Internacional. El empeño no se debe abandonar, sino aplicarse también a las administraciones de Morena. Lo urgente es deponer el revanchismo como forma de gobierno.