No existe mejor generador de energías y oportunidades que la necesidad. Aseguraba el gran Horacio Quiroga, en uno de sus cuentos de la selva, que el perro a más hambre, más olfato. Dudo que la aseveración del escritor uruguayo esté sustentada por bases científicas, pero en términos metafóricos podemos asegurar que con los seres humanos sucede exactamente igual. Basta sentirnos acuciados por una urgencia vital para afrontar los desafíos más grandes, a sabiendas de que no hay lugar para la derrota. Es entonces cuando nos crecemos. Es ahí cuando nos redescubrimos. En situaciones extremas suele aflorar nuestra verdadera naturaleza. Aprendemos quiénes realmente somos. A veces para bien, a veces no tanto.
Los libros de autoayuda, tan en boga por estos tiempos, echan mano de esta relación necesidad-esfuerzo y suelen citar múltiples ejemplos, supuestamente reales, de personas que sin tener nada, llegaron a tenerlo todo. Es esta también la base del sueño americano: El migrante que arriba al país de las oportunidades, cargando una mochila raída, los bolsillos vacíos, y al cabo de ciertos años se pavonea con el auto último modelo por su país de origen. En uno y otro escenario las historias de éxito siempre van de la mano con la obligatoriedad del sacrificio. Los protagonistas se hallan sumidos en el fondo —económico o emocional— y no tienen más remedio que escalar hacia la cima si quieren salir de su atolladero.
Sin embargo, a veces tanto o más mérito tienen aquellos que se esfuerzan al máximo sin tener necesidad de hacerlo. Son seres raros, portadores de una ambición pura y, en muchas ocasiones, acreedores de una imagen romántica —dentro del contexto decimonónico— muy bien justificada. Conocí un personaje así en Cuba, delfín de una familia bastante acomodada, ocupada de lleno a negocios de bienes raíces —permítanme llamarlo así, aunque tratándose de Cuba el calificativo parece más licencia poética— y que decidió y logró estudiar la carrera de Medicina, con sus seis años básicos de asistencia universitaria, guardias en hospitales, noches cargadas de libros en lugar de fiestas y otra serie de quijotadas propias de una profesión tan absorbente como demandante.
Aun así, este ejemplo no es tan llamativo como el que acabo de descubrir, junto a millones de personas más que aman el tenis, bajo el nombre de Jessica Pegula. Es una joven estadounidense, de 26 años, que acaba de ser derrotada por Jennifer Brady, compatriota suya, en los cuartos de final del Abierto de Australia, uno de los cuatro torneos de Grand Slam del deporte blanco. En dicha ronda el ganador aseguraba nada menos que 525 mil dólares. Buena parte del mundo estuvo al tanto del partido por dos razones. La primera, Pegula ya hacía historia al ser una de las pocas no preclasificadas que lograban llegar a una instancia tan avanzada del torneo; segunda, Pegula es heredera de 4 mil 500 millones de dólares, centavos más, centavos menos, pues es una de las hijas de Terrence Pegula, para mayores referencias, el dueño de los Buffalo Bills, equipo profesional de la NFL.
No en balde, buena parte de los diálogos entre los comentaristas intentaba encontrar un motivo que justificara la presencia de aquella muchacha en el tenis profesional. Por un lado, resulta evidente que los gastos para mantenerse en forma o la posibilidad de contratar a un buen entrenador no debe haber representado un problema para ella. Mientras algunos de sus compañeros de profesión batallaron mucho en sus inicios para costearse el equipamiento deportivo o trasladarse a los eventos, Pegula pudo haberse aparecido en limusina si lo hubiese querido. Por otro lado, el entrenamiento físico y psicológico en su caso es tan fuerte como el de cualquier otro. No puedes comprar agilidad, técnica, músculos ni tiempo para desarrollarlos. Si se somete a arduas sesiones de entrenamiento con tal de mejorar su rendimiento sobre la cancha no es por ir detrás del dinero: motivo número uno para la inmensa mayoría de los deportistas profesionales. Lo hace por gusto, por el deseo de alcanzar su propósito de vida.
Y, en efecto, no va a llegar a semifinales y los 525 mil dólares de la ronda que perdió irán a parar al bolsillo de su contrincante. Pero no será la imposibilidad de ganarse ese dinero lo que le duela sino la aceptación de que el trofeo, al menos este año, no será suyo. Algo más podemos apostar. Nadie la verá ir a llorar al regazo de su papá multimillonario. Si acaso lo hará en la cancha, junto a su entrenador, antes de comenzar su preparación para el próximo torneo porque a los héroes se les reconoce de inmediato por el lugar que alcanzan en la vida, no por el lugar de donde salieron.
Un comentario en “Héroes por gusto y convicción”