A propósito de los tiempos pandémicos que vivimos, recuerdo con justificada decepción la película Después de la Tierra, protagonizada por Will Smith y su vástago. Mis expectativas, ante su anuncio, fueron muchas. Mi experiencia como espectador, realmente pobre. Sin embargo, parafraseando a Plinio el viejo, con aquello de que no existe un libro tan malo que no encierre algo bueno, rescata hoy mi memoria aquella película, que no es libro, pero en fin… Y rectifico: Rescata hoy mi memoria una frase de aquella película: «El peligro es muy real, pero el miedo, es una opción».
La sentencia gana trascendencia en un mundo donde el terror ha hecho escala en el ánimo de buena parte de la población. La vida de todos se ha condicionado con nuevas medidas de salubridad y, en consecuencia, encajamos otros estilos de interacción social o formas de trabajo. Inclusos nuestros intereses varían, así como nuestras expectativas.
Antaño nos preocupábamos, comparto a modo de ejemplo, por alcanzar a pagar la renta —clase media y baja, advierto—. Hoy nos cuestionamos con sobrada razón qué tal andamos de salud o qué tan expuestos hemos estado al visitar tal o más cual lugar. En el trabajo, el salario —ese objeto cuasi existencial— ya nos preocupa menos que la pérdida del empleo porque sabemos que los cierres de negocios se suceden con pasmoso vértigo y celeridad. Ahora, a regañadientes, pero con evidente alivio por la oportunidad que nos maltrata, somos capaces de aceptar salarios que, dos años atrás, ni de broma hubiéramos acordado. Lo importante es sobrevivir un día más.
Estos cambios elementales son incómodos, pero necesarios. Tampoco digo que a todos les vaya mal. Las empresas en línea hacen su domingo con el aumento de las transacciones digitales. Pero sería absurdo negar que a la gran mayoría les ha ido —cito a un colega— «menos mejor» que antes, cuando esta pandemia si acaso hubiese sido tomada por argumento de película de ciencia ficción, con zombis incluidos.
Los cambios que cuestiono son otros. Los que no surgen en nuestro enfermizo entorno —literalmente hablando— sino en nuestra cabeza. El miedo a la COVID-19 hace más estragos en algunos que la propia enfermedad. Y para este miedo no hay vacuna ni gel antibacterial que valga.
Así como varios estudios sobre las fake news demuestran que estas se propagan por la red a mucha mayor velocidad que las noticias reales o —una máxima del periodismo— los rumores hacen más daño que la buena información sustentada, los temores por lo que pudiera sucedernos nos inhiben más que el virus que los causa.
No son pocos los que, una vez recluidos en sus casas para respetar al pie de la letra el distanciamiento social, terminan por encerrar también sus ganas de vivir. Una de las frases que más he escuchado durante el último año es: «no he podido por la COVID».
¿Hasta qué punto nuestras limitaciones las imponen las nuevas circunstancias provocadas por la pandemia y hasta qué punto estas no son más que excusas muy cómodas para dejar de abordar proyectos personales o laborales? La línea entre una y otra resulta cada día más delgada.
De nosotros —no de un virus— depende el curso que sigan nuestras vidas y definir quién lleva las riendas del día a día en planes y sueños. Debemos protegernos del doble contagio cuando interactuamos con otras personas —amigos, familiares, desconocidos—: de la inoculación del SARS-CoV-2 y de la filtración de los terrores que a otros acechan y terminan por secuestrarnos a nosotros mismos.
El vínculo es simple, mas no por eso menos nefasto. Empezamos por temerle a la COVID-19 y terminamos por temerle a la vida. Cuando eso sucede, respiramos, nos movemos y hasta hablamos, pero no vivimos: solo existimos y nada más.
En un escenario así, ya no tiene sentido esperar por un después en la Tierra porque ni siquiera habremos disfrutado de nuestro presente. Como decimos en Cuba: habremos pasado por la vida, pero la vida nunca habrá pasado por nosotros.
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