Indiferencia de la clase política

Acostumbrados como estamos ya al permanente, aunque inútil, histrionismo de la clase política mexicana, nos hemos mal acostumbrado también a aceptar la tesis que los grupos gobernantes sustentan como componente básico de sus deplorables políticas públicas. Esto es, «que todo aquello que no se queja es porque resulta incapaz de sufrimiento», como diría el extraordinario escritor indigenista Ramón Rubín.

Esta chata actitud frente a los problemas del país supone una visión perversa del escenario mexicano porque percibe al ciudadano como un objeto material y, por tanto, jamás podrá admitir que pueda ser desdichado alguien que no se queja y que guarda tanto silencio.

Y, sin embargo, en estos ciudadanos (que en conjunto forman ese pueblo sabio, tan presente en el discurso del presidente López Obrador) que por su parsimonia parecen seres inertes, las penas y el sufrimiento encuentran también su reflejo, aunque sea por otros medios de expresión menos estridentes.

Y por eso precisamente, porque son menos ruidosos, la clase política mexicana no se esfuerza en interpretarlos a pesar de que, en el fondo, presentan la misma elocuencia que el más conmovedor de los lamentos.

Pero la muda desnudez de esa heridas silenciosas encierra siempre una vigorosa protesta contra esa élite de poder, insensible e implacable en sus tremendos designios que suelen resultar parcos de sentimientos o, incluso de nulos sentimientos, como si fueran dioses sordos para no oír el clamor de los que padecen y ciegos para no mirar la desgracia ciudadana que reclama atención.

Díganlo si no, el conjunto de pueblos zacatecanos (el referente podría ser cualquier otro Estado en este país) cuyo desolado aspecto llora inconsolable y en vano la pérdida de su dinámica cotidiana. Ellos constituyen un fiel reflejo donde pueden contemplar su dramático porvenir los otros pueblos de los otros Estados en casi todo el territorio nacional.

Hace tiempo que el descenso continuo en el nivel de las estabilidades sociales se retiró de estos pueblos obligando a sus pobladores a migrar para conservar, por lo menos, la vida ya que la pérdida de sus pertenencias son un hecho consumado desde hace mucho tiempo.

En el recuerdo más lejano han quedado los horcones de los cobertizos de sus corrales, que antes resguardaban cabras, gallinas o puercos. Subsiste en las oscuras habitaciones de la memoria un trasunto campesino que, día con día, parece desprenderse y diluirse en la progresiva lejanía de los recuerdos más entrañables.

Las calles de estos pueblos, algunas quizá graciosamente adoquinadas, ayer se vieron cubiertas de aldeanos dispuestos a entrar en interminables, pero sabrosos, coloquios en un lenguaje de sonoras resonancias, ya no se pavonean ante el otrora orgulloso estandarte de la plática común porque una fatalidad insuperable los obligó a fundirse con el gremio de los desposeídos, hoy el más floreciente entre los gremios de estos pueblos.

Desaparecieron asimismo las animadas festividades de sus santos patronos. Se perdió, tal vez para siempre, el júbilo comunal que le daba vida a la aldea en el azar generoso del terreno labrantío y que les permitía la alegría de la anual cosecha de maíz, frijol, sandías, melones, cargándolas en modernas carretas de motor para llevarlas a los centros de distribución y comercializar estos productos.

Pero eso pertenece al pasado. Ahora, por encima de sus tierras de cultivo, lloran al cielo la pena silenciosa de su extinción irremediable.

Bueno, al profano en la historia de la pasada actividad campesina de muchos pueblos del país, les resultará un anacronismo el excesivo candor con el que se habla aquí de esto, pero aquellos que lo vivieron saben bien que aquella actividad agrícola fue la razón de ser de mucha gente y, a veces también, adquirió trascendencia en la economía de las regiones de este país.

Hoy, sin embargo, no tiene nada que ver con aquel ayer. Hoy, la tragedia se yergue con un peso de fatalidad sobre el triste destino de estos ciudadanos víctimas de los grupos delincuenciales cuya presencia ha impuesto un drama silencioso y que, por eso, a los políticos mexicanos que hoy detentan el poder les parece inexistente.

Las palabras anteriormente expresadas han surgido de muchas pláticas que he sostenido con don Fidel Hernández, un campesino de un ejido del municipio de Jerez, Zacatecas, que llegó como refugiado a Saltillo porque grupos criminales que actúan desde hace mucho tiempo en aquella región se apoderaron de sus bienes; lo mismo hicieron con las pertenencias del resto de los ejidatarios.

Su queda palabra, apenas audible en la serenísima atmósfera de las tardes saltilleras, me da razón de todos los elementos con que se tejió el drama de su expulsión. Un día llegaron los malos (como él los denomina) y los asustaron con sus armas; otro día les exigieron dinero y al no poder cumplir se llevaron sus vacas. Después vino lo peor, levantaron a los muchachos, su hijo de veinticuatro años entre ellos. Al final empezaron a aparecer muertos en los caminos aledaños al rancho, mismos que la autoridad tardaba en recoger. Miedo.

Promesas de ayuda, muchas, ni modo de negarlo. Apoyos gubernamentales, ampliamente difundidos por los canales oficiales, incontables, no se puede decir que no. Presencia de corporaciones policiacas, Guardia Nacional, Marina y Ejército Mexicano, suficiente para atacar a un ejército, sí, pero totalmente ineficaz para hacerle frente a un puñado de delincuentes que se hacen de humo en los caminos rurales y a los que, sospechosamente, no enfrentan nunca.

En los discursos durante la mañanera en torno a la seguridad de Zacatecas, el presidente ha hecho proliferar el triunfalismo. Publicidad pura porque en los hechos la realidad de hombres como don Fidel derrumban cualquier montón de palabras que sólo adornan un discurso para la efímera solución presentada ante la lente de las cámaras de televisión.

Aunque respira, don Fidel es un muerto. Su mundo agotó su continuidad y ya no ve escenario mexicano. Tiene razón; no hay escenario mexicano.

Y como no lo hay, don Fidel se fue hace medio año a la frontera tamaulipeca tratando de cruzar el Bravo para encontrarse con parientes que se fueron a Estados Unidos unos años atrás. Ignoro si don Fidel lo logró. Esperaba hallar un poco de lo perdido en su país. Pero la mayor pérdida no eran las cosas materiales sino algo más sutil e inasible: la esperanza.

El verdadero México, pienso, no está en la farsa, en la simulación de una contienda electoral. Está en conciencias como la don Fidel cuyo rostro se desvaneció hace medio año ante mis ojos. Espero que eso no sea un mal augurio y que este México de todos esté desvaneciendo su rostro ante la indiferencia de su clase política.

San Juan del Cohetero, Coahuila, 1955. Músico, escritor, periodista, pintor, escultor, editor y laudero. Fue violinista de la Orquesta Sinfónica de Coahuila, de la Camerata de la Escuela Superior de Música y del grupo Voces y Cuerdas. Es autor de 20 libros de poesía, narrativa y ensayo. Su obra plástica y escultórica ha sido expuesta en varias ciudades del país. Es catedrático de literatura en la Facultad de Ciencia, Educación y Humanidades; de ciencias sociales en la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas; de estética, historia y filosofía del arte en la Escuela de Artes Plásticas “Profesor Rubén Herrera” de la Universidad Autónoma de Coahuila. También es catedrático de teología en la Universidad Internacional Euroamericana, con sede en España. Es editor de las revistas literarias El gancho y Molinos de viento. Recibió en 2010 el Doctorado Honoris Causa en Educación por parte de la Honorable Academia Mundial de la Educación. Es vicepresidente de la Corresponsalía Saltillo del Seminario de Cultura Mexicana y director de Casa del Arte.

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