El «America Jobs Plan» anticipa grandes transformaciones en el esquema financiero estadounidense. Al más puro estilo de los gobiernos de izquierda, el demócrata gana poder y control desde Washington. Energías limpias, empleos para la clase media e incremento de las tasas tributarias corporativas: pilares de la Bidenomics
El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, no quiere perder ni un minuto de gobierno para desarrollar su propio modelo de nación y anunció un billonario plan con el cual posicionará a su país a la vanguardia de la lucha contra el cambio climático, a la par que rompe definitivamente con el vetusto modelo político que los mandatarios estadounidenses venían siguiendo desde principio de los ochenta.
Bajo su mando, el Estado tendrá mayor participación en la regulación económica, incrementará los impuestos corporativos, priorizará la generación de empleos para la clase media, modernizará la infraestructura de movilidad y transporte, privilegiará inversiones en empresas estadounidenses, intentará mejorar las relaciones con el Partido Republicano, reforzará los vínculos con la comunidad empresarial y, por supuesto, apostará fuertemente a la generación y uso de energías renovables.
A pesar de su marcada tendencia hacia la izquierda y del elevado costo del paquete propuesto, el tema cuenta con el apoyo de buena parte del bando republicano, lo que puede significar, a priori, la primera gran victoria de Joe Biden desde que asumiera el cargo de presidente.
Quedan en el tintero temas no menos importantes. El enfrentamiento a la COVID-19 se mantiene. La polarización interna mina la sociedad estadounidense, máxime en cuestiones de discriminación racial. La ética y credibilidad institucional están por los suelos y costará tiempo y acciones pragmáticas para recuperarlas. Las tensiones con China siguen pasando factura y ya rebasó el escenario de la competencia económica para convertirse en un problema de hegemonía mundial.
Sin embargo, Biden confía en que Estados Unidos volverá a ganarse la confianza del resto de las naciones, una vez que rompa con el aislamiento en que Donald Trump sumió al país, y, acaso lo más importante, rescatar el apoyo de los propios estadounidenses. Para convencerlos de que así será, acaba de hacer añicos la imagen estereotipada de que los demócratas son demasiado mesurados y apostó fuerte y grande con su «America Jobs Plan».
Bidenomics y la 4T
El discurso de Joe Biden el 31 de marzo en Pittsburgh, Pensilvania, puede tomarse como punto de partida para la Bidenomics. El conjunto de iniciativas que ya se venía anunciando, con amplios paquetes de estímulo fiscal, desarrollo de infraestructura, subida de impuestos a algunos sectores y aumento del salario mínimo empieza a tomar forma con la puesta en marcha del «America Jobs Plan», un ambicioso proyecto de 2.25 billones de dólares con el que busca financiar la reconstrucción del país y cambiar a una energía más ecológica durante los próximos ocho años. Hay que sumar, además, un programa emergente de recuperación por los daños de la COVID-19 con estímulos de 1.9 billones de dólares.
La mayor parte del financiamiento del programa provendrá del incremento de tributos corporativos. Biden recordó que 91 compañías de Fortune 500, incluida Amazon, no pagan un solo centavo en impuestos sobre la renta. Asimismo, se impondrá un gravamen mínimo global del 21% para evitar que las empresas trasladen sus ganancias al extranjero. Actualizaciones al código fiscal regularán las fusiones con entidades extranjeras para impedir que tengan su sede en paraísos fiscales y así busquen sortear la necesidad de pagar impuestos a Estados Unidos. Por si no bastara, el demócrata ya anunció que va a elevar la tasa marginal máxima para las empresas y revocar los recortes impositivos que promovió Trump a personas con ingresos anuales superiores a los 400 mil dólares. De lograrse, sería otro de los tantos decretos que el expresidente republicano vería diluirse.
«Es hora de construir nuestra economía de abajo hacia arriba y desde el medio hacia afuera. No de arriba hacia abajo. No había funcionado muy bien. Para la economía, en general, no había funcionado porque Wall Street no construyó este país. Tú, la gran clase media, construiste este país. Y los sindicatos construyeron la clase media, y es el momento, esta vez reconstruiremos la clase media».
Joe Biden, presidente de EE. UU.
Para el analista Noah Smith, es evidente que el paradigma de Biden rompe el curso impuesto por Ronald Reagan en 1981 y que ha sido emulado desde entonces, de un modo u otro, por los presidentes que le sucedieron, sin importar el partido en que militaban.
«Estaba claro que la política de Reagan de recortes de impuestos, desregulación y recortes de asistencia social no funcionaba. Se necesitaba un nuevo paradigma. Debimos haber ideado uno en la Gran Recesión, pero no lo hicimos. En cambio, pegó la COVID y la locura de la administración Trump para empujarnos al límite y darnos cuenta de que se necesitaban grandes cambios», establece Smith. (Noahopinion, 04.04.21).
Este giro vuelve a cargar de poder al Estado. En sus manos queda ahora la responsabilidad de proteger la economía. Algo que a las empresas puede llegar a incomodar, pero que forma parte de la estrategia de desarrollo fomentada por Biden, donde se prepondera la generación de empleos y oportunidades para la clase media, por encima de las exigencias de los grandes emporios.
«Y aquí está la verdad, a todos nos irá mejor cuando a todos nos vaya bien. Es hora de construir nuestra economía de abajo hacia arriba y desde el medio hacia afuera. No de arriba hacia abajo. No había funcionado muy bien. Para la economía, en general, no había funcionado porque Wall Street no construyó este país. Tú, la gran clase media, construiste este país. Y los sindicatos construyeron la clase media, y es el momento, esta vez reconstruiremos la clase media», dijo Biden en su discurso (Univisión, 31.03.21).
Si bien no se trata de una vuelta de tuerca radical hacia la izquierda, se trasluce que el Estado va a tener más injerencia en el diseño y evolución de la plataforma económica nacional, sin que por ello ponga en riesgo las ventajas del libre mercado. Las principales transformaciones apuntan a un mayor financiamiento federal para escuelas en áreas pobres, para la compra de la primera vivienda y para algunos destinatarios de Seguridad Social. En el sector salud ampliará las reformas de Barack Obama y buscará que el programa Medicare sea accesible para todos los ciudadanos.
Esta línea de gobierno comparte los principios rectores de la Cuarta Transformación —en términos de ideología y salvando las cantidades presupuestadas para llevar a cabo sus respectivos esquemas de desarrollo— y concuerda con el interés del presidente López Obrador en impulsar propuestas económicas y sociales que favorezcan las clases baja y media. Ambos mandatarios pretenden subsidiar a sectores vulnerables; detonar inversión con obras millonarias; procurar una mejor atención a la población de la tercera edad y definir cotas a las ganancias que generan las grandes compañías. Asimismo, guardan semejanzas en el aumento de funciones que el Estado se adjudica en nombre del mejoramiento de la nación. Resta ver si en el futuro el nivel de aprobación del gobierno de Biden (de 55% en sus 100 primeros días) emulará el rating de su homólogo mexicano y si la relación del demócrata con la iniciativa privada y la prensa estadounidense también se tornarán ríspidas como sucede en este lado de la frontera. En este último aspecto, al menos hasta la fecha, no sucede así.
Molde y figura
Una postura claramente compartida tanto por el presidente López Obrador como por su homólogo, Joe Biden, es la necesidad de diferenciarse de las administraciones previas. En el caso del mandatario mexicano se ha vuelto tendencia destacar los errores de quienes califica como exponente de gobiernos conservadores y neoliberales. Sus ataques suelen apuntar, especialmente, a Enrique Peña Nieto, Felipe Calderón y Carlos Salinas de Gortari. Al primero, por haberle entregado una nación en condiciones deplorables en términos de corrupción, seguridad y economía. Al segundo, posiblemente, no le perdone que le arrebatara la victoria en los comicios de 2006, uno de los más reñidos en la historia de México, y que se haya convertido hoy en un crítico activo de la 4T. Y al tercero, por considerarlo como el jefe de la «mafia del poder». Muchos opinan que López Obrador abusa en demasía de este recurso y que, en realidad, busca con ello paliar las deficiencias de su propia administración.
En el caso de Biden aún está por verse si sus críticas a Donald Trump menguarán con el paso del tiempo o si también las empleará a consideración cada vez que lo estime pertinente. Lo que sí está claro es que de inmediato buscó marcar un antes y un después en relación con su antecesor. No en vano, el mismo día de su investidura presidencial firmó 17 decretos para frenar algunas de las disposiciones más controvertidas de Trump. Entre ellas, la detención de la construcción del muro en la frontera con México que, durante cuatro años en la Casa Blanca —y aun en tiempos de precampaña—, fue parte del eslogan xenofóbico del magnate neoyorkino.
Incluso antes, durante otra intervención pública que también celebró en Pittsburgh, pero cuando aún era candidato a la presidencia, Biden aprovechó para endosarle a Donald Trump la responsabilidad por la falta de seguridad en Estados Unidos y ser promotor de la división social en el país. «[Trump] no puede detener la violencia porque durante años la ha fomentado. Saben, puede que él crea que pronunciar las palabras ley y orden le hacen fuerte, pero su fracaso en pedir a sus seguidores que dejen de actuar como una milicia armada en este país muestran lo débil que es», dijo (El Comercio, 31.08.20).
Imposible no recordar las palabras de AMLO en Veracruz, dos días después de la masacre que tuvo lugar en Minatitlán el 19 de abril de 2019, cuando el mandatario aseveró que «todavía tenemos que enfrentar ese cochinero que nos dejaron, pero vamos a limpiar el país, ya no habrá corrupción, me canso ganso», haciendo alusión al mal desempeño que, en materia de seguridad, ejecutaron los gobiernos anteriores.
No obstante, a pesar de que ambos mandatarios se identifican con la izquierda —Biden de manera mucho más moderada— y que ambos apuestan por una mayor presencia del gobierno para echar adelante sus proyectos de nación, con la clase baja y media como abanderadas, también existen profundas zonas de desacuerdo entre el demócrata y el morenista. La más importante, sin duda, recae en sus planes de desarrollo energético. Hoy, en las antípodas.
AMLO insiste en utilizar energías fósiles sobre las renovables y destina millonarios recursos para impulsar a Pemex y la Comisión Federal de Electricidad (CFE). Dicha gestión no está exenta de un fuerte discurso nacionalista y viene acompañada con las acostumbradas críticas a las administraciones anteriores. «Necesitamos fortalecer a Pemex y fortalecer a la Comisión Federal de Electricidad, rescatarlas, porque las estaban destruyendo de manera deliberada para dejarles el mercado de los energéticos a las particulares, a las empresas particulares nacionales y sobre todo extranjeras», dijo el presidente el 24 de febrero (Animal Político, 19.03.21).
La reforma a la Ley de la Industria Eléctrica, aprobada por el Congreso el 2 de marzo, representa otra vuelta de tuerca a favor de este controvertido camino. Dicha reforma reduce la competencia y desincentiva la generación de energías más limpias, como la solar y eólica. De paso, limita la intervención de electricidad privada y deja en manos de la CFE el predominio sobre el sector.
En la Cumbre de Líderes sobre el Clima, organizada por Washington el 22 de abril, una de las voces que más llamó la atención fue la de Xiye Bastida, una joven mexicana que criticó severamente a AMLO por insistir en la explotación de combustibles fósiles. «Es hora que reconozcamos que esa era se ha terminado (…) quiero que el presidente López Obrador nos represente como líder y deje ir esta industria que francamente se está muriendo, necesitamos cuidar a nuestras comunidades e invertir en renovables», expresó en una entrevista a W Radio (Expansión Política, 23.04.21).
Joe Biden, en cambio, prefiere adoptar un modelo energético más acorde con los tiempos modernos y que no afecte al medio ambiente. Una parte de los 2.25 billones de dólares que sustentan el «America Jobs Plan» se destinará a inversiones aceleradas para adoptar fuentes limpias de energía, construir una red de 500 mil cargadores eléctricos y apoyar el transporte público.
Pero quizás su mayor reto, en cuanto al apoyo a la lucha contra el cambio climático, sea reducir a la mitad las emisiones de efecto invernadero de Estados Unidos para 2030 con respecto a los niveles registrados en 2005. Se trata de una tarea titánica pues casi dobla el compromiso que asumió su país bajo el Acuerdo de París —rechazado posteriormente por Donald Trump— y que el demócrata pretende cumplir con el objetivo de, finalmente, alcanzar la neutralidad en las emisiones de carbono para el año 2050.
Biden conoce perfectamente que las aspiraciones son muy altas y que su actual plan de infraestructura será determinante para alcanzar el éxito si no quiere ver cómo el próximo mandatario estadounidense eche para atrás sus buenas intenciones. E4
La renuncia de Raúl, sainete revolucionario
La dimisión de Raúl Castro al cargo de primer secretario del Partido Comunista de Cuba representa —más que una transformación con repercusiones prácticas— un cambio simbólico en la jerarquía política de la mayor de las Antillas. Recuerda, en buena medida, la asunción de Miguel Díaz-Canel como presidente de la república. Un primer paso que dejaba entrever la gradual separación de la dinastía Castro del poder, pero que en modo alguno significó para la población del archipiélago la renuncia de su gobierno a los principios impuestos por la revolución cubana en 1959.
Para el ciudadano común se trata del mismo perro con diferente collar y no conlleva a la esperanza de trazar mejores derroteros. La figura de Díaz-Canel jamás ha sido tomada con seriedad y, en términos prácticos, no pasa de ser un elemento decorativo en su puesto de presidente. Las órdenes las imponía el menor de los Castro y, ahora, a pesar de su separación oficial del cargo más importante de Cuba, las cosas no tienen por qué cambiar. La sucesión de poderes en La Habana responde a movimientos estudiados con antelación para garantizar que la cúpula gobernante no pierda su estatus.
«En lo que a mí se refiere concluye mi tarea como primer secretario del Comité Central del PCC con la satisfacción de haber cumplido y la confianza en el futuro de la patria».
Raúl Castro, expresidente de Cuba
La situación económica de Cuba, hoy, emula en pobreza a la sufrida durante la caída del campo socialista a finales de los ochenta. A este nuevo «período especial» —eufemismo creado por Fidel Castro para referirse a la crisis de aquellos años— se le intenta combatir con un plan de reordenamiento económico que tiene como base la apertura de nuevos segmentos de mercado para la iniciativa privada. Aunque negándole acceso a áreas prioritarias de desarrollo, como el turismo.
Resulta irónico que, en sus palabras de despedida, Raúl Castro haya hecho mención a la necesidad de impulsar la inversión extranjera cuando este ha sido un tema tabú por más de seis décadas a la vez que un viejo reclamo por parte de la sociedad que no encuentra los recursos básicos para subsistir en suelo nacional.
De igual modo, el viejo y colmilludo político, hizo eco de su propia renuncia para hacerle un guiño a Joe Biden al expresar que «Cuba ratifica la voluntad de fomentar el diálogo respetuoso con Estados Unidos, sin que se pretenda que para lograrlo se realicen concesiones inherentes a su soberanía e independencia y ceda en el ejercicio de su política exterior y sus ideales» (El País, 16.04.21).
En realidad, los cambios más significativos ocurridos en la mayor de las Antillas, durante los últimos años, han tenido lugar desde la disidencia. Cada vez son más frecuentes y marcadas las manifestaciones en contra del gobierno, y su voz ya ha rebasado las fronteras. El desarrollo de las tecnologías de la información y comunicación —incluso en Cuba, donde están fuertemente controladas— hacen imposible que las arbitrariedades que se comenten pasen inadvertidas como ocurría a mediados y finales del siglo pasado. Y hoy, al margen de la renuncia de cualquier político, no se puede hablar de cambio verdadero cuando libertad de expresión, derechos humanos o elecciones democráticas y libres, siguen siendo temas a deber para el gobierno cubano. E4