La casa de los padres que se han ido

Abro otro cajón más lleno de cosas, otro más, y los que me faltan todavía. Así ha sido la limpieza de cada espacio de la casa de mis padres después de la partida de mi mamá, hace casi ya un año. Cada rincón guarda no solo objetos, sino un cúmulo de recuerdos desde mi niñez hasta el día de hoy. Y es que basta con mirar un juguete, un cuaderno, una taza o hasta una muñeca para que aparezca un torrente de historias que, en muchas páginas, no terminaría de contar.

Hurgar sitios dentro de la casa paterna implica un trabajo físico y emocional sustancialmente fuerte. Todo comenzó a inicios de enero de este año, cuando una fuga de agua me obligó a cambiar de residencia. Mi casa estaba cruzando la calle, así que no fue tan difícil mudarme, aunque sí decidir qué llevar conmigo y qué dejar. Es útil aprovechar una mudanza, pues para eso sirven: para darse cuenta lo que se ha acumulado a través del tiempo. En mi caso, tenía casi nueve años viviendo en la que fue mi casa, por lo que no había demasiadas cosas acumuladas, o al menos eso creía. Comencé con lo esencial, dos maletas con mi ropa de uso y otros artículos personales, mi mochila con mi computadora y otras herramientas de trabajo para impartir mis clases vía remota a causa de la pandemia aún vigente. Para este mes de noviembre de 2021, mi casa anterior ha quedado ya vacía, no sin antes haberle practicado un ejercicio de discernimiento a conciencia para decidir qué se venía y qué se iba de ese lugar.

A mediados de enero de este año, me instalé en el cuarto que ocupó mi papá los últimos años de su vida. Estaba en el mismo estado que hacía tres años y tres meses, tal como lo habíamos dejado mi hermano y yo cuando lo limpiamos, pocos días después de su muerte. Habitar ese lugar tuvo una repercusión fuerte para mí, pues ni un solo alfiler se había movido, salvo unos muebles que mi mamá había pedido que cambiáramos, pero el contenido de los cajones y las repisas era el mismo. Todo estaba en su sitio. Así sucedió con su tablet y su teléfono celular cuando falleció. Transcurrieron semanas y permanecieron en el mismo lugar, inmóviles. Si los objetos tuviesen alma, estarían con un inminente sentimiento de abandono. Cual perro sin dueño.

Al morir mi mamá, tocaba el turno de que su closet, sus cajones, la cómoda y baño fueran depurados. Éste último ya estaba casi terminado pues los objetos de higiene personal los tiramos a la basura después que ella murió. Hicimos un arreglo para decidir cuáles objetos se iban y cuáles podían quedarse, así, como personas en la vida. Saber quiénes permanecen y quiénes han de irse porque no tienen nada a qué quedarse.

Uno de los lugares más fáciles fue su closet. Mi madre era más bajita que yo. No me quedaba su ropa ni sus zapatos, entonces, la donación fue sencilla. No me fue difícil tomar esa decisión. Mientras hacía semejante limpia, recordaba cómo las mujeres nos quejamos de que no tenemos nada qué ponernos, aun con el armario lleno. Vaya que nos faltan cosas, pero cuando te vas de este mundo, todo sale sobrando. Todo. El caso de mi madre no fue la excepción.

Después pasé a su tocador, que tenía puertas con llave, ahí sí que me llevé grandes sorpresas: mi mamá guardó un reloj que me regaló cuando yo tenía nueve años, un Casio de correa color café, era un reloj de cuarzo, moderno para aquel tiempo; también había una peineta española muy hermosa que jamás usó, ¿para qué la tendría? Después vi una cajita cerrada con tapa transparente y con cinta adhesiva que contenía unos pañuelitos bordados, que naturalmente jamás abrió, dos carteras vacías, algunas pañoletas que le gustaban mucho, no recuerdo si las usaría porque estaban con llave y me encontré una pequeña libretita por la que no daba ni un peso. Cuando vi la dichosa libreta pensé «¡otra mugre para tirar a la basura!», pero me llamó la atención y decidí leerla. ¡Me llevé una sorpresa enorme! Mi mamá coleccionaba todos, todos, todos los recaditos que mi papá le escribía en el banco cuando eran novios. Con mucha paciencia y diligencia, pegaba cada uno de ellos en cada hoja de la diminuta libreta y los coleccionaba. En ese momento dejé de hacer lo que estaba haciendo, me senté en un sillón de esa recámara y me puse a leer, con mucho deleite y un gusto que no puedo describir con palabras. Ha sido el tesoro más grande que me he hallado en esa casa, primero por la sorpresa y por lo sencillo del objeto; y segundo, porque me quedó muy claro que mis padres tuvieron un noviazgo muy romántico y lleno de detalles, así como los pintan en las películas, o muy cercano a eso.

Entre otros objetos que había fue una costura que le hice a mi mamá cuando yo cursaba el cuarto de primaria, con una paciencia que no sé todavía de dónde saqué, pues lo mío eran los números, y no estar cosiendo ni dibujando. De pronto, se me vino el pasado encima. Me vi con 10 años, dos trenzas y cortando por accidente la falda de uniforme de una compañera, porque por ayudarle a hacer su costura le hilvané el jumper y no sabía cómo deshacerlo. Así son los recuerdos, más rápidos que el sonido.

Otro cajón más. Cientos de discos con música, evocando esas mañanas de mi mamá con Vicente Fernández, su gran ídolo, al punto de que mi papá un día en la comida torció la boca y se quedó muy serio de tantas flores que mi mamá le estaba echando a su gran amor platónico. Conservé algunos discos, mas no todos, es imposible. A mi hija le evitaron ese dilema, me robaron mi gran colección de discos en la mudanza que hice de Monterrey a Torreón en el año 2011 que volví a Torreón.

En otro cajón, ahora pasando a la cocina, me encontré restos como de cinco vajillas en donde recordé cuando tendría yo cuatro, siete, nueve y trece años, dependiendo de las piezas que viera. Se fueron rompiendo y mi mamá las reemplazaba, pero guardaba lo que quedaba, ¡por el amor de Dios! No me explico para qué o porque llegaron a ocupar espacios que se necesitan y no están libres, así como pensamientos inútiles en nuestra mente —los cuales son recurrentes—, pero no los abandonamos, aunque sea por nuestro propio bien.

En la cocina me encontré utensilios de peltre, los cuales tienen ya 70 años en la familia, algunos de ellos ya agujerados. Pertenecieron a mi bisabuela, y ahí si debo admitir que me ganó el apego: tengo mi pequeño lugar donde guardo mis tesoros. La jarrita, la lecherita, el vasito huérfano, el cucharón, el colador… ¡lotería! Tengo mi colección secreta que no voy a tirar a la basura, eso sí que llama a mi historia familiar de muchos años atrás.

Otro cajón más, sí, otro cajón, pero sin sentido. Lleno hasta el borde de pañuelitos, ¡por el amor a Cristo! Ten piedad, madre mía, ¿así está toda esta casa? Se pueden conservar algunas cosas, pero hay otras que no. ¿Qué hago con 60 pañuelitos?, ¿por qué no los usaste tú, mamá?, ¿para qué guardaste tanto tantas cosas? Hay que usar las cosas. ¡Hay que usarlas!

Una vez platicando con mi tía Fátima le dije: «es que no sé dónde acomodar ese adorno», y me contestó muy cómica: «Luisita, hay cosas y gente que no caben en ninguna parte». Nunca me lo hubiera dicho. Un día me desperté con el espíritu práctico y me dije: «¿qué vas a usar y qué opinas de las ocasiones “especiales” de la vida?». Pienso que cualquier ocasión es especial, porque no sabemos cuál será la última, incluso hoy mismo puede ser esa última, así que lo que no pueda estar visible, es recomendable no guardarlo y destinarlo inmediatamente a un mejor propietario. ¿Para qué se guarda lo que no tiene un sentido de ser y estar en nuestras pertenencias? Lo que no tiene uso «no tiene vida», está «sin alma» dentro de una casa.

Pienso que estamos muy ocupados acumulando, ¡imagínense 43 años de vivir mis papás en su casa! 43 años de fotografías, de tacitas, de adornos, de pañuelos, de cubiertos para la mesa —rotos y completos— de barajas para jugar al póquer, de videocasetes que ya ni siquiera sé qué tienen, entre muchos más objetos. De botellas de vino jamás abiertas porque eran para una ocasión especial, la cual ya pasó hace mucho, porque el vino de esas botellas ya no se puede tomar.

Me veo a mí misma, siendo la profesora organizada, la de los plumones, los post-it, las agendas, los cuadernos, las hojas de colores, las tres mochilas de tamaños diferentes, la regla, los lápices punta 2B, el borrador gigante, como si tuviera seis brazos y escribiera al mismo tiempo tres documentos. Algo tendré qué hacer al respecto. Me rondan bolígrafos que compré y ya se secaron. ¿Por qué habré olvidado que ahí estaban?

El duelo de las cosas: así llamo a ese destino y a esa aceptación de su pérdida. A sacarlas de ese lugar que tuvieron en nuestra vida, por así decirlo, sin ningún otro propósito. Hay duelos grandes, otros no tanto y otros insignificantes. En ocasiones se pone mucho valor emocional en algún objeto y, cuando lo perdemos, nuestra mente decide procesarlo como una verdadera tragedia. La verdad no alcanzo a saber por qué. Quizá por simple apego, pues la realidad es que tragedia como tal no es. Así el caso de un capelo de una lámpara que se rompió. Cuando lo vi hecho trizas en el suelo, para mí no existía cosa peor e irrecuperable que dicha pieza, pero ya estaba roto. ¿Qué podía hacer? Entonces, aunque sigo sin estar muy contenta por el fin que tuvo, veo que de todos modos no se perdió una guerra ello. Así como sucede con las cosas que se van perdiendo, es importante no perder objetividad al respecto.

El duelo de un objeto tiene que ver mucho con la época con la que nos conecta, ¿Qué pasaba en nuestras vidas cuando ese objeto estaba vigente? Es cierto que convivimos con un montón de cosas. Con una agenda telefónica, con una charola para servir refrescos, con los típicos vasos de plástico que no faltan en casa, el llavero rectangular azul que tenía una inscripción cómica en inglés, etc. Cada cosa que se me ocurre y les enumero aquí existió de verdad en mi casa y me lleva a una situación o vivencia en mi vida, y tal vez por eso, cuando ese objeto tiene un final, también el final de una época se marca en mi memoria.

Hay de finales a finales. El final de un objeto puede ser dignísimo, como un llavero que deja de ser útil por su desgaste y se rompe, o una pluma cuya tinta se termina. Pero hay finales trágicos: el vaso que se rompe por un manotazo descuidado, el suéter que queda chiquito después de lavarlo o que se despinta por meterlo al cloro por descuido; o el de un objeto que nos regaló nuestra familia y que nos fue robado por una despiadada lacra.

En la medida de la importancia que tenga un objeto en nuestra vida será, entonces, el tamaño del duelo que sintamos por ella cuando llegue a su fin, y esto tiene que ver con su repetición en nuestra vida. ¿Cuánto tiempo vas a dejar esa vajilla guardada para una ocasión especial? ¿Cuántos espacios tienes ocupados en casa con cosas que ya no usas desde hace muchos años, que seguramente no usarás y las hallará tu familia cuando ya no estés? Esos objetos guardados pasarán de manos tuyas a manos de otro sin pena ni gloria, lamentablemente. Pero esa ollita donde siempre preparaste el arroz o los frijoles, esa sí tendrá su digno final, su lugar para siempre en tu corazón y en el de tu familia. ¿A poco no? E4

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