«La tolerancia es un crimen cuando lo que se tolera es la maldad».
Thomas Mann
Desde 2006 la Unidad de Inteligencia de The Economist elabora un Índice de la Democracia a nivel mundial que parte de cinco variables a saber: proceso electoral y electoralismo, funcionamiento gubernamental, participación política, cultura política y libertades civiles. De esta manera distinguen entre países y territorios con «democracia plena», «democracia imperfecta», «regímenes híbridos» y «regímenes autoritarios», atendiendo a la calificación global que obtienen en las diferentes categorías que se evalúan. Según su informe 2020, hoy día existen 23 territorios con democracias plenas, 52 con democracias imperfectas, 35 con regímenes híbridos y 57 con autoritarios. Solo aproximadamente la mitad de la población mundial, el 49.4%, vive en una democracia y únicamente el 8.4 % reside en un territorio con una «democracia plena». De tal suerte, que más de un tercio de la población mundial se encuentra bajo el estigma de un gobierno autoritario. México está entre los países con una democracia «híbrida» o defectuosa. Una democracia defectuosa es aquella en la que existen debilidades significativas, como problemas de gobernanza, una cultura política subdesarrollada y bajos niveles de participación política. Nuestro peor desempeño está en lo relativo a la cultura política democrática. Decían hace algunos años que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen, el concepto ha evolucionado, es más rudo, ahora apuntan, que los pueblos tienen los gobiernos «que se les parecen».
Las dictaduras, a primera ojeada, son la ausencia de democracia. Nada más que el desgobierno o la anarquía también lo son. La dictadura, entonces, es la negación de la democracia y acusa la supresión de elecciones libres, la prohibición de partidos políticos, subordinación a la voluntad del dictador, violación de los derechos humanos, negación de la separación de poderes, control de los medios de comunicación, estructura militarista en el ejercicio del poder y culto a la personalidad del líder, ya que no hay dictadura sin dictador. A partir de ahí suelen darse una policromía de matices, en los que a veces cuesta determinar si se está ante una dictablanda o una dictadura, por así llamarla, democrática.
Como ejemplo de lo anterior en el aspecto de los matices, Mubarak, Mugabe o Lukashenko, nunca prohibieron las elecciones, siempre fueron reelectos por la vía del plebiscito. Mussolini y Hitler no se hicieron del poder por golpe de estado sino en elecciones. La ideología, cuando la hay, es nomás de lengua, porque al dictador lo que le interesa es perpetuarse en el poder. Acaba imponiéndose en la cúspide del Estado, sometiendo la administración de este y los intereses de los ciudadanos a su arbitrio. ¿Qué tienen en común este tipo de individuos? ¿Qué ocurre en su cabeza? Según John Gunther, autor de libros sobre regímenes totalitarios, «todos los dictadores son anormales. La mayoría de ellos son neuróticos». Adolf Hitler, tenía personalidad bipolar, padecía paranoias y complejos de diversa índole, que le llevaron a cometer crímenes atroces, purgas étnicas y empujó al pueblo alemán a guerras suicidas. Es el caso extremo, evidentemente. Otro ejemplo. Idi Amin, el feroz dictador de Uganda, se hizo nombrar «señor de todas las bestias de la tierra, de los peces del mar y rey de Escocia.» Por su parte el consultor político Daniel Eskivel, opina que «el dictador es aquel que se ve dominado por una estructura cerebral situada en el tronco encefálico, sorprendentemente idéntica al cerebro que tiene cualquier reptil y que empuja hacia el dominio, la agresividad, la defensa del territorio y la autoubicación en la cúspide de una jerarquía vertical e indiscutida». Es factible que una vez que el político se instala en el poder, cae en cuenta de «todo lo que puede hacer con una orden o una firma. Cobra conciencia de su capacidad para influir en la vida de los demás, y si no está preparado, entonces es sólo cuestión de tiempo para que el cerebro reptil se apodere de los resortes del mando». Bajo ese influjo, pierde contacto con la realidad. Ya no escucha. Y el remate, se rodea de puros incondicionales que a todo lo dicen que sí. El único público que cuenta para ellos, como expresa Jerrold Post, Director del programa de Psicología Política de la Universidad George Washington, es…el espejo.
James Fallon, neurocientífico de la Universidad de California, destaca algunos disturbios y trastornos frecuentes: carismáticos, mentirosos, manipuladores, de excelente memoria, abusivos, simuladores. En su opinión, «su mente tiene más inclinación a odiar que a matar. Estas personas sufren un desajuste cerebral: tienen la amígdala subdesarrollada y esto afecta a sus niveles de satisfacción. Padecen una disfunción en la glándula que regula el miedo, la rabia, el historial emocional y el deseo sexual». Para José Luís Álvarez, profesor y sociólogo por la Universidad de Harvard, el rasgo común en estas personas, sería «la frialdad y el ejercicio despiadado del poder. No tienen sentimientos, no padecen emociones, no tienen sentido del humor ni capacidad de reírse de sí mismos. No entienden que la democracia, en el fondo, es un juego de roles».
En el siglo XVI Etienne de la Boétie escribió que los seres humanos tenían proclividad casi innata a la servidumbre y que esto los empujaba a subordinarse a hombres con una personalidad desbordante: «El pueblo sufre el saqueo, el desenfreno, la crueldad no de un Hércules o de un Sansón, sino de un hombrecito. A menudo este mismo hombrecito es el más cobarde de la nación, desconoce el ardor de la batalla, vacila ante la arena del torneo y carece de energía para dirigir a los hombres mediante la fuerza». Este es un enfoque diferente, entonces no es la personalidad de los dictadores el factor clave que explica esta ausencia de democracia, sino lo que ocurre en la psique de la ciudadanía…Y Carl Jung, uno de los padres del psicoanálisis declaró en una entrevista que le hicieron al respecto: «Yo creo que es un gran error pensar que un dictador se convierta en tal por motivos personales, por ejemplo por un trauma paterno que puede haber sufrido cuando era niño. Millones de hombres se han rebelado contra su padre y sin embargo no han llegado a ser dictadores. Los dictadores tienen que encontrarse con condiciones adecuadas para producir la dictadura. Mussolini llegó cuando su país estaba en el caos, la clase obrera era incontrolable y había la amenaza del bolchevismo. Creo que los diferentes dictadores tienen poco en común. Pero la diferencia no está tanto entre ellos como entre los pueblos que dominan». Por su parte, pero en la misma tesitura, a finales de los sesenta el psicólogo Gustav Bychowski en su libro Psicología de los dictadores, tras describir los rasgos de personalidad de diferentes políticos autoritarios, arribaba a la siguiente conclusión: «Ciertos factores psicológicos colectivos favorecen el ascenso de la dictadura. La obediencia y la sumisión ciegas a una autoridad auto designada son posibles únicamente cuando el pueblo se siente debilitado por su propio yo y renuncia a la crítica y a la independencia conquistadas previamente. Ese debilitamiento puede manifestarse bajo el influjo de la ansiedad, el temor y la inseguridad. En tales circunstancias, el yo colectivo, jaqueado por su sentimiento de impotencia, regresa a una etapa más infantil y busca ansiosamente ayuda, apoyo y salvación. Así, el grupo confía en este individuo y lo venera, del mismo modo que el niño ingenuo confía en el padre y le confiere poderes mágicos. Por lo tanto, envuelve a la persona del líder en un aura de mitología. Para ellos el dictador es como la encarnación de sus propios ideales y deseos, la realización de su propio resentimiento y su propia grandeza. Creen en las promesas del líder, pues le atribuyen omnisciencia y casi omnipotencia. Y es cuando el influjo del dictador sobre las masas recuerda el poder exhibido por un hipnotizador». El dictador aprovecha las circunstancias, pero son estas las que favorecen su aparición. Mi tía Tinita lo diría de manera más coloquial, asida al viejo adagio ranchero: «No tiene la culpa el indio, sino el que lo hace compadre.»
Iñaki Piñuel y Zabala, catedrático de la Universidad de Alcalá, invita a mantenerse alerta ya que, en su opinión, la coyuntura actual da con creces para el florecimiento de regímenes dictatoriales. «No es que los dictadores hagan algo especial, es la sociedad que se lo pide. En tiempos de debilidad, acepta restricciones de libertad a cambio de seguridad. Estos personajes caen bien a todo el mundo, manipulan, encandilan, encantan, están en una campaña electoral permanente… Y es algo peligroso porque al terminar la crisis, cuando se necesitaría un estilo de liderazgo con ilusión, entonces ellos no se van, sino que se quedan en la cúspide del poder. Para ello, siempre utilizan el mismo recurso, el del chivo expiatorio: crean crisis artificiales, enemigos internos o externos o teorías del complot para perpetrarse en el poder», explica. Siempre consiguen sus objetivos con la misma receta: «Piden sacrificios, pero nadie quiere sacrificarse. Y el único que se salva no es la sociedad, es el mismo dictador».
«A buen entendedor —ya entrados en refranes— pocas palabras». Ya tuvimos a Santa Ana y a Díaz en el pasado. Una dictadura partidista de 70 años… ¿No son más que suficiente? Y esos ya sabe usted… sonriendo matan.