La derrota de AMLO

A López Obrador no lo va a derrotar la pandemia, la crisis económica, la inseguridad o la debacle de Pemex. Al presidente no lo va a derrotar la Corte, el Congreso o los gobernadores. Al presidente no lo va a derrotar el empresariado, los medios, las redes, la Iglesia, el narco, los grupos de interés o la mafia en el otrora poder. Al presidente no lo va a derrotar Joe Biden, la DEA, Wall Street o el FMI. Al presidente no lo van a derrotar los expresidentes Calderón, Salinas, Peña o Fox. Al presidente tampoco lo van a derrotar los resultados adversos, lo avieso del Morena o el pasado o presente ominoso de algunos de sus candidatos. Aunque pierda el Morena el Congreso, al presidente no lo va a derrotar la oposición o la corrupción. Al presidente López Obrador lo va a derrotar el tiempo. Igual que a Carlos Salinas, popular por su abuso y desplantes autoritarios; igual que a él, al final, 20 años después, un final ominoso, ojalá exento de tragedia.

Analistas y encuestadores afirmaban que la popularidad de López Obrador se vendría abajo por el desencanto por los predecibles malos resultados. No ocurrió así pese a que el fracaso ha tocado lo más sensible: salud, seguridad y el bolsillo. Persisten en que la pandemia, el fiasco de la vacunación y el agravamiento de los problemas mermarán la alta aceptación —no aprobación— de AMLO. Los agoreros de su desgracia seguirán esperando, y más vale que no se procediera a la revocación del mandato, ahí el presidente juega en su cancha. Es discutible la tesis de que la sociedad tiene el gobierno que merece. Lo que sí es que las elites tienen la autoridad que merecen. Un pasado vergonzoso ha abierto la puerta grande a un gobierno ostensiblemente desastroso, intolerante y autoritario. Empresariado, clase política, medios, iglesias y organizaciones civiles, con visibles excepciones, optan por el silencio y que otros les hagan el trabajo. La demolición de las realizaciones de gobiernos pasados —que las hubo— no las defienden ni sus promotores ni sus beneficiarios. El silencio es hijo del temor y la culpa. El ciclo del poder es ineludible. López Obrador está en su plenitud. Por razones propias de la dinámica local es difícil que repita la mayoría absoluta en el Congreso; allí empezaría una nueva circunstancia. La revocación de mandato, si ocurre, le dará nuevo impulso y quizás le lleven a enfrentarse con la Cámara. Las dificultades mayores no estarían en el balance negativo de lo que será su gobierno y algunos escándalos de la cúpula gobernante, sino en la puja interna por la candidatura presidencial. Ya se anticipa la ruptura, aun con su muy probable intervención. El presidente enfrentará el dilema entre la expectativa de continuidad —solo expectativa— u optar por un proyecto diferente al propio. Cualquiera de los dos caminos lo conducen, ahora sí, a su verdadera derrota, gane o pierda el Morena.

Coartadas y arrebatos

En democracia no hay coartadas para la ejecución de un proyecto político votado. Este sistema es de reglas, pesos, contrapesos e instituciones. Lo que vivimos en México es el gobierno a partir de coartadas, de medidas ejecutivas de sentido personal alejado de las normas, instituciones, acuerdos, espacios vedados a la discrecionalidad gubernamental.

El gobierno de López Obrador tiene un sentido autocrático. No concibe la coexistencia de la diversidad y una presidencia acotada por la ley, el tiempo y otros órganos del Estado. Su idea es la del asalto al poder, no hay otro proyecto válido que el propio. Gobierna como si hubiera llegado a quedarse sin observancia de reglas, límites y valores democráticos.

No es exacto que haya una centralización del poder político. Lo que se vive es el ejercicio personalísimo del poder. Se pretende que no haya contrapesos ni órganos autónomos, que no haya transparencia; en donde manda el presidente no hay gabinete, no hay distribución funcional del gobierno, ni siquiera existe la oficina de la presidencia. El gobierno es él, el Estado es él. La realidad es él. Nadie más, nada menos. Exegeta único de lo que el pueblo quiere y piensa.

AMLO consiguió imponer su forma de ser y visión de país, por élites que operan de manera acomodaticia y se han desentendido de lo que les es común. Por salvar o cuidar lo propio, comprometen lo que sustenta a todos. La oposición formal también tiene buena parte de responsabilidad. Así ha ocurrido porque la corrupción del pasado llegó a muchos, casi a todos, y eso los ha anulado. El sometimiento resulta no de los cañonazos de dinero, sino del temor de que el pasado trascienda o tenga consecuencias en tribunales, en el SAT o en alguna filtración de la UIF. Parte importante de la sociedad participa en el estado de cosas, mejor la fantasía de un presidente que prometa a uno que cumpla.

El futuro inmediato no invita al arreglo de lo descompuesto, aún con mayoría opositora en el Congreso, sino a que la situación se agrave. Hay un sensible y generalizado deterioro de la vida pública. Se miente con descaro y cinismo. La polarización es recurso de uno y otros. El oportunismo por el voto es común. Hay luces que alientan como es la crítica en medios o decisiones valientes de la Corte. Sin embargo, no hay debate de los temas fundamentales. Lo más dramático, como son las mujeres asesinadas o los cientos de miles fallecidos directa o indirectamente por covid, se vuelven parte del paisaje y un acumulado más al fatalismo de siempre. La sociedad, su mayoría, avala y se acomoda con el gobierno de coartadas y arrebatos, mientras la inseguridad, la pobreza, la incertidumbre y hasta la muerte ganan terreno. Lo menos que se puede desear es que pronto, muy pronto, la tragedia nacional haga que se toque piso

Autor invitado.

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