La dictadura electoral

El gran lingüista y filósofo Noam Chomsky, hombre de pensamiento poderoso y profundo que ha dejado su huella intelectual en numerosos libros, ha advertido en más de una ocasión acerca de los peligros que entraña para una sociedad que sus gobernantes no cumplan las responsabilidades que debe asumir como parte de su quehacer, así como no realizar las tareas a que están obligados porque así se los demanda la jerarquía de sus cargos públicos.

Y, en ese contexto, ni responsabilidades ni tareas son cumplidas por la clase política que opera en nuestro país, excepto cuando estas responsabilidades y tareas consolidan intereses personales y de grupo.

Por eso hoy resulta fácilmente perceptible que México está cada vez más cerca de un peligro inminente y de alto costo para la vida de relación de esta sociedad que se ha tratado de construir en el largo proceso de su historia: convertirse en una dictadura electoral.

Signos de lo anterior hay muchos. Un hecho a considerar es que si, porque se ve en la esfera pública del actuar del Gobierno, si las cosas siguen el mismo curso que actualmente llevan, el futuro cercano sólo habrá de depararnos sismos sociales de potencial devastador.

Aquí también los signos son notorios y las señales, resultan ya incontrovertibles: guerra interna, representada por los grupos de violencia existentes en el país; creciente militarización con impacto en la vida cotidiana del ciudadano común; incertidumbre en el mundo de relación laboral, industrial y académica. Es decir, una dictadura de hecho.

La erosión del sistema institucional mexicano es cada vez mayor en la medida en que aumenta de forma continuada la centralización del poder en manos del ejecutivo, sin que nadie pueda ponerle freno merced a la complicidad del partido de mayoría que, en calidad de siervo, solventa los impulsos presidenciales.

Verdad ineludible es que el presidente de la república ejerce en los hechos un poder absoluto sobre todos los asuntos de la vida pública del país. Es tal la desmesura de fuerza que, incluso, tiene poder absoluto sobre la vida o la muerte de los mexicanos. Él, por ejemplo, decide la muerte de los niños con cáncer al no gestionar los medicamentos necesarios para atender estos males pretextando corrupción de las «antiguas» instancias de adquisición, así como la primacía de la austeridad republicana y la pobreza franciscana. Él mismo decide sobre la muerte de los que caen en la trinchera de las guerras internas sostenidas por las organizaciones criminales que bien conoce el Gobierno pero que no combate.

Muy extraño, naturalmente, porque él se autoproclama como un Ejecutivo demócrata que preside una gran transformación del país. Extraño y contradictorio porque, por ejemplo, la Reforma Electoral ideada por su mente fría y calculadora, constituye la reafirmación en el poder de su movimiento y sus particulares ideas en torno a la transformación.

En el fondo es una amenaza seria a la vida democrática de la nación el dogmatismo, la falta de realismo por incongruencia de ideas y todo el aparato de Estado al servicio de la manipulación para crear una falsa certidumbre de beneficios, a todas luces engañosa.

Por supuesto que extraña esta postura presidencial. Sin embargo, tratando de ver lo mejor de ese movimiento de izquierda que se trae en la cabeza el presidente, podría darle curso de aceptación y, entonces, quizá debería distinguirse con claridad entre sus objetivos transformadores a largo plazo, ciertos efectos de beneficio de carácter inmediato que trascienda lo que hasta ahora ha sido una política pública negativa: el clientelismo político.

Como yo lo veo, un movimiento transformador, como el que ha propuesto Andrés Manuel López Obrador, carece de cualquier posibilidad de éxito si no desarrolla una forma (verdaderamente transformadora y revolucionaria) de comprender la sociedad contemporánea y construye la visión de un orden social futuro que resulte consistente y estable para la mayoría de la población.

Sería deseable que sus estructuras organizativas pasaran por el tamiz de políticas públicas, aplicadas con inteligencia, donde se formara la participación activa en el esfuerzo sincero por lograr la reconstrucción social.

Pero eso sólo puede lograrse a través de la formación de una cultura radical que transforme el espíritu de las grandes masas. Ese sería el rasgo esencial de cualquier revolución social que pretenda ampliar todas las posibilidades de la creatividad y la libertad humanas.

Por eso una reforma electoral planteada desde una postura visceral insertada en el entramado de una ideología que sólo privilegia la consolidación del poder, mueve a sospecha. La mejor manera de defender las libertades y los derechos civiles ciudadanos consiste en construir un movimiento en favor de un verdadero cambio social con un programa positivo que ofrezca un amplio abanico de posibilidades para el trabajo y la acción y, según el presidente, pueda diferenciarse de sus adversarios y de los conservadores de quienes tanto quiere deslindarse.

La reacción histérica no sirve en política; incluso una acción así es una invitación a que la historia vuelva a repetirse; es decir, hacer lo mismo que se hizo en el pasado y que tanto odia el presidente, aunque haya sido parte de aquello.

¿Una reforma electoral a gusto del presidente apoyándose en la servidumbre del gremio político que hoy concentra el poder? No necesitamos un país de siervos que se mueven según el llamado de la voz del amo.

Señores diputados y senadores, ¿y la autonomía política?, ¿y la libertad de pensamiento?, ¿y el compromiso con la ciudadanía a la que representan?, ¿y la responsabilidad ante una toma de decisión tan importante para el futuro del país (del país, dije, no un partido)?

La amenaza de la tiranía y el desastre no constituye una base suficiente para una reforma electoral a modo del presidente. En esta propuesta presidencial existe un alto grado de arrogancia insoportable porque puede leerse así: nosotros somos radicales porque somos democráticos y humanistas, ustedes se nos unirán cuando vean que les interesa o les conviene hacerlo junto con nosotros.

No pongo en duda que tomar parte activa en el control democrático de las instituciones sociales constituye una necesidad política, pero hacerlo con ese desaseo, como se ha hecho hasta hoy, es una manera muy vulgar e inaceptable de entrar a la democracia por una puerta que se mantiene cerrada con candado.

Es una trampa que desemboca en una dictadura electoral.

San Juan del Cohetero, Coahuila, 1955. Músico, escritor, periodista, pintor, escultor, editor y laudero. Fue violinista de la Orquesta Sinfónica de Coahuila, de la Camerata de la Escuela Superior de Música y del grupo Voces y Cuerdas. Es autor de 20 libros de poesía, narrativa y ensayo. Su obra plástica y escultórica ha sido expuesta en varias ciudades del país. Es catedrático de literatura en la Facultad de Ciencia, Educación y Humanidades; de ciencias sociales en la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas; de estética, historia y filosofía del arte en la Escuela de Artes Plásticas “Profesor Rubén Herrera” de la Universidad Autónoma de Coahuila. También es catedrático de teología en la Universidad Internacional Euroamericana, con sede en España. Es editor de las revistas literarias El gancho y Molinos de viento. Recibió en 2010 el Doctorado Honoris Causa en Educación por parte de la Honorable Academia Mundial de la Educación. Es vicepresidente de la Corresponsalía Saltillo del Seminario de Cultura Mexicana y director de Casa del Arte.

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