La inercia del pasado sigue dominando al país

En 1513 escribió Maquiavelo El Príncipe, profundo conocedor de la naturaleza humana… y de los hombres en el poder. Transcribo un pequeño párrafo del capítulo XXV del texto: «…cuando los hombres se empecinan en una cierta manera de actuar y cambian los tiempos de la fortuna, fracasarán inexorablemente, y cuando coincide el carácter con las circunstancias se propicia el triunfo…» En nuestro país seguimos «casados» con los mismos cánones que normaron el quehacer político del siglo XX. Tenía razón Cossío Villegas, arrastramos una cultura acuñada en los 70 años del priato, tan metida en la cabeza de generaciones y generaciones que, aunque el tricolor vaya en picada, sigue vigente en México.

Se han negado de manera sistemática a construir los mandones de las dirigencias partidistas un andamiaje sostenido en amplios consensos, en innovación, en creatividad y en flexibilidad frente a una realidad que ya no es la misma. Es necesario, con mayúsculas, repensar lo que tenemos que mandar al diablo, porque al país, «bajo» su férula, ya se lo está cargando la trampa. Eso es lo que debiera ocuparnos a todos los que vivimos en México. Están en jaque la democracia, las instituciones públicas y el mismo Gobierno, así de ese tamaño, y quienes no quieran verlo, o los domina la mezquindad, la voracidad o la falta de luces en su entendimiento, debieran de tener un poquito de generosidad con su patria y ocuparse en la búsqueda de soluciones. Si el barco se hunde, nos vamos a hundir todos.

El ensayista y filósofo español Daniel Innerarity apunta que: «mientras la ciencia ha cambiado buena parte de sus paradigmas, los conceptos centrales de la teoría política no han llevado a cabo la correspondiente transformación». Y es que «nuestros modelos de decisión, previsión y gobierno siguen basándose en criterios de verosimilitud que no se cumplen en condiciones de una intensa complejidad». Un cambio de época está requiriendo una transformación radical de la política, que ya no puede centrarse en administrar el estancamiento. La filosofía política está llamada a transformar la democracia, volviéndola a pensar en un contexto caracterizado por una triple complejidad, ¿cuál?, la que deviene del creciente número de actores que participan en ella de manera interdependiente, la de las lógicas (eficacia, legitimidad, solidaridad y prevención) y la de los tiempos (financiero, constitucional, comunicativo y medioambiental) que deben ser tomados en consideración, así como la legitimidad que deriva de los conocimientos que hay que accionar para tomar las decisiones ad hoc. Y esto en conjunto, como expresan los especialistas en el tema, constituye un riesgo que nos iguala a todos, y he aquí la paradoja, también nos espeta lo desiguales que somos. Expone tantas otras desigualdades, que hacen más vulnerable a nuestra incipiente democracia.

¿Qué vimos el domingo 5 de junio en las seis entidades federativas que tuvieron elecciones? Lo mismo. La mugre de siempre, las movilizaciones por dinero, los arreglos en la cloaca —mostrados, verbi gratia, sin ningún prurito en Oaxaca y en Hidalgo—, por amenazas a los eternos cautivos del pervertido asistencialismo, bueno, hasta robadera de urnas y todos los «instrumentos» para comprar conciencias que se venden al mejor postor. El abstencionismo —valemadrismo— por todo lo alto, como eterno triunfador de los comicios. Qué forma tan cobarde de quienes así «muestran» su disgusto, su rechazo a la bazofia in crescendo de López Obrador o su rencor —sustentado en muchos casos— a los aliancistas. ¿Quiénes perdieron? ¿Los partidos y sus candidatos que no quedaron en el primer lugar? No, señores, no nos equivoquemos, perdió México.

Son un insulto, una cachetada, una mentada de madre las posiciones triunfalistas de Morena, y también las de la oposición. El 5 de junio volvió a ganar el fanatismo, la indiferencia, la fragmentación cada día más acusada en nuestro país. La pluralidad racional permanece ausente. No han llegado los liderazgos capaces de ordenar políticamente la pluralidad social, que entregada a su dinámica natural se convierte en manadero de conflictos y violencia. López se solaza en dividir, ahí radica su fuerza, México le importa un carajo. Tuvimos a la vista la realidad de esta fragmentación que él inflama y provoca, ahí están los particularismos sociales que se solaza en escupir, los fifís, los conservadores, los conmigo o contra mí. Tenemos un presidente reacio a la estabilización y simplificación política. En las sociedades modernas exitosas la construcción pública compartida está soportada por la deliberación y la democracia. Se abrazan valores sustantivos, procedimientos y un reconocimiento explícito de la pluralidad y diversidad de quienes la conforman. Una democracia sana es intrínsecamente plural. El pluralismo supone reconocimiento de la igualdad en la diferencia y equidad en los actos, en el pensamiento diverso, en la alteridad del otro diferente a uno mismo.

La política democrática requiere necesariamente de una construcción de orden institucional que sea plural, que no le espante el conflicto porque hay racionalidad para que fluya y no destruya, y apertura. Plural, porque los actores son distintos, con intereses diversos para hacer política, y la apertura porque es indispensable, toda vez que la institución política está sujeta a la incertidumbre del juego democrático y de los resultados electorales.

La democracia, como argumentaba el filósofo francés Claude Lefort —crítico objetivo del totalitarismo—, es un régimen intrínsecamente inconcluso que se va construyendo y redefiniendo constantemente. Concebía a la democracia como invención cotidiana, una ilusión, ampliamente explotada por el discurso ideológico de ver comprimida «la creación histórica en los límites de una clase, haciendo de ella el agente de la culminación de la sociedad». La idea, subrayaba Lefort, de una sociedad acabada, de una sociedad única, se muestra como portadora del «mito de una indivisión, de una homogeneización, de una transparencia a sí misma de la sociedad, cuyos estragos mostraba el totalitarismo al pretender inscribirla en la realidad».

Es bien difícil imaginar la existencia de un pluralismo democrático sin la estructura de acuerdos procedimentales y sustantivos. ¿Por qué? Porque el Estado, como organización política por antonomasia, tiene la necesidad de compartir responsabilidades por cuanto a la implementación de políticas públicas, y también porque el pluralismo democrático, como ya lo hemos señalado, requiere mantenerse abierto para avanzar en las dos dimensiones que lo fortalecen, la libertad y la estabilidad, y por supuesto la que subraya el grado de justicia social que posee. Todo esto debe pactarse en conjunto, de ahí el reconocimiento y el respeto a las diferencias que existen y con las que se debe de transitar en la realidad de nuestros días. Hoy, el reconocimiento y el respeto son sinónimos de incordio.

No veo, y lo digo sin tapujos, un entramado por parte de ninguna de las fuerzas políticas existentes en nuestro país con la capacidad para construir un proyecto democrático de este tamaño, ya que implica reconocer el pluralismo de la propia sociedad, somos muchos Méxicos en un solo territorio. Esto se puede dar con la intensificación del constructivismo simbólico de una política generadora de nuevas identidades sociales. Esta opción implica interacción y reconocimiento del otro, pero con un reconocimiento que conlleva comprender la libertad y la identidad del otro. Y esto no se puede imponer, se tiene que dialogar largo y tendido, y teniendo bien claro los costos de la coerción con cualquier signo político. La política entendida así se convierte en el arte de lo mejor posible para hacerse cargo de esa pluralidad, que debe ser entendida en primerísimo lugar como un compromiso nacional traducido a un proceso de intercambio entre actores sociales y políticos capaces de movilizar sus identidades; en segundo lugar, demanda relegar caminos rupturistas o maximalistas de transformación social y, en tercer lugar, privilegiar los contenidos éticos de la democracia.

Se demanda asumir de manera diferente las responsabilidades sociales y nacionales de los distintos actores, y esto es un desafío a sus talentos de articulación. En síntesis, se trata de que potencien al máximo la capacidad de transformar metas en resultados a favor de la sociedad a la que están obligados a servir por mandato de ley. Con el «modelito» actual no se puede. Está obsoleto.

¿Campanas a vuelo por los resultados del domingo?

Por favor…

Licenciada en Derecho, egresada de la UNAM. Posee varios diplomados, entre los que destacan Análisis Político, en la UIA; El debate nacional, en UANL; Formación de educadores para la democracia, en el IFE; Psicología de género y procuración de justicia. Colabora en Espacio 4, Vanguardia y en otros medios de comunicación.

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