Todas las muertes que he presenciado me han estremecido. Todas, como médico, como hijo y amigo, me han enseñado algo sobre lo que es morir y lo que es vivir.
Muchos semblantes de la muerte muestran facetas de la vida. En nuestra cultura, donde se ensalza la inmortalidad y el miedo a la muerte es frecuente, nos es fácil imaginar los últimos momentos de la vida como algo doloroso, injusto e indigno.
Sin embargo, no pocos enfermos terminales y sus seres queridos logran superar esta creencia tan común y transforman el tránsito a la muerte como una oportunidad para expresar amor, para sanar viejas heridas, para superar prejuicios, para descubrir en ellos mismos, fuerzas y virtudes desconocidas y, definitivamente, para realizarse.
Aunque mucha gente prefiere morir de repente, sin darse cuenta, los finales inesperados suelen dejar muchas situaciones sin concluir.
Los deudos tienen gran dificultad para superar las pérdidas imprevistas.
Al contrario, las muertes lentas, a pesar de la tristeza y la preocupación que llevan consigo, brindan oportunidades únicas para solucionar cuestiones pendientes, restaurar uniones rotas y reconciliarnos con nuestro inevitable fin.
En nuestro deseo por protegernos del miedo a morir, casi todos alguna vez nos alejamos de un compañero que se enfrentaba a su fin y precisaba apoyo o consuelo.
Así, alguna vez también, perdimos la oportunidad de ponernos en contacto con una parte fundamental de nuestra compasión y misericordia.
Nadie debería morir con dolor y nadie debería morir solo. El malestar del cuerpo casi siempre se puede calmar.
La presencia reconfortante de una persona serena y cariñosa mitiga gran parte de la soledad del paciente y muchas veces brinda la posibilidad de vivir momentos emotivos de profundo significado.
La sinceridad, la ternura, la comprensión y la entrega fortalecen y conectan a los participantes de una manera tan especial que podría afirmar, como Médico clínico, que se llega a sentir una paz de espíritu excepcional.
Compartir el cuidar a una persona que se extingue, es una forma vigorosa de intercambiar amor, solidaridad y respeto, y representa una prueba personal sublime, tan íntima, y entrañable como el milagro del nacimiento.