La pobreza extrema de la gran mayoría de la población y la riqueza desproporcionada concentrada en unos cuantos es una realidad de nuestro tiempo.
Para quienes tienen el capital, este fenómeno social responde a una ley de la naturaleza humana, pero no es así. Ciertamente la pobreza forma parte de la sociedad, pero también es verdad que cuando ésta se desborda nos pone en riesgo a todos.
La pobreza produce pobres en todos los sentidos. Por lo general, los pobres no se dan cuenta de su pobreza, les parece tan natural que se amigan con ella y los acompaña por generaciones. Los grandes problemas que vive el mundo son consecuencia de esta marcada desigualdad social. En lugar de proponer soluciones para aminorarla, el Gobierno y personas sin escrúpulos se aprovechan de la vulnerabilidad para su propio beneficio, incrementándose así la situación que parece no tener fin. Se establecen medidas intencionales que orillan a los pobres a debilitar su dignidad para cubrir sus necesidades, y así se les mantiene en el mismo estado.
Y no sólo eso, el individualismo, el narcisismo y el concepto de éxito basado en la riqueza material —evidentes características de la sociedad actual— han normalizado a la pobreza y a los pobres, a tal grado de que los reducen a una simple estadística o noticia, cuando cada uno de ellos tiene rostro y nombre propios. Existe una ceguera moral sobre el tema, y hasta hay quienes señalan: «Déjalos, así les gusta vivir. Ellos no quieren cambiar». ¡Qué pena!
Es imprescindible romper con este círculo vicioso. Con honestidad todos debemos captar la gravedad que nos rodea y evitar que se justifique, normalice y multiplique la pobreza. Debemos dejar de lado la indiferencia y el egoísmo —que también son formas de violencia— para convertirnos en protagonistas solidarios.
Asumamos el compromiso de ver a los pobres con humanismo y empatía para sensibilizarnos con ellos en sus sufrimientos y circunstancias, con el propósito de mejorar su entorno y el de todos. Hay que emprender una lucha en el noble combate de la fe y la esperanza para aliviar este pesado malestar social. De no hacerlo, nuestros hijos y nietos vivirán más de las consecuencias adversas que ya estamos viviendo. Es un asunto que atañe a todos. El silencio y la indiferencia nos hacen cómplices. Acostumbrarnos a vivir así sería un retroceso social. E4