La base de toda democracia es la autorregulación; es la manera como actúa el conjunto del sistema para producir gobiernos eficaces, para que los frenos y contrapesos obliguen a toda forma de poder a sujetarse al pacto social fundamental que es la Constitución y también para evitar, frenar y sancionar todo abuso de poder.
El régimen presidencial de origen ha planteado el desafío de impedir que derive en autoritarismo. La preocupación originaria de los constitucionalistas norteamericanos —ingenieros y arquitectos del sistema presidencial— fue evitar el abuso del poder presidencial. Por ello, depositaron la soberanía popular en la Cámara de Representantes y no en el Ejecutivo, el que habría de elegirse por voto indirecto. El Gobierno a cargo del presidente de origen fue un poder con contención constitucional, regional, política y social.
México copió el sistema presidencial y federalista norteamericano, pero con una realidad política diferente. La pérdida de territorio nacional y la incapacidad para formar Gobiernos estables llevó a la aspiración por una presidencia fuerte, garante de la paz social y de la soberanía nacional. Su expresión más acabada fue Porfirio Díaz, y de varias formas Benito Juárez ya lo anticipaba. La diferencia entre ambos, nada menor, fue su postura ante el Congreso y la libertad de expresión.
La revolución y la inestabilidad al momento del relevo presidencial llevó a la formación de un régimen que resolviera por la vía política la sucesión presidencial. La idea de representación política no existió. No es la elección la fuente de legitimidad, sino recurrir al mandato histórico y a la eficacia para mantener a toda costa la paz social. El partido no era maquinaria electoral, fue instrumento del presidente para el control político y la unidad del país, especialmente en el momento de la sucesión presidencial.
Ahora se desdeña al presidencialismo autoritario; verlo en retrospectiva y en comparación admite otra lectura. Su debacle es lo más relevante porque su reformismo abrió la puerta a la democracia, sin que haya ocurrido con ruptura, violencia o crisis institucional. Capítulo especial fue 1994: el levantamiento zapatista mostró el fracaso del régimen en lo social, y los asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu marcaron el fin del México de la paz social y la civilidad política.
Si 1997 se considera el punto de partida del régimen democrático —cuando el presidente pierde mayoría en el Congreso y se instituye una estructura y reglas capaces de garantizar elecciones justas, legítimas y ordenadas—, el recorrido hasta 2018 es venturoso en muchos aspectos, en otros no. Se profundiza la desigualdad social y regional; la modernización beneficia a los menos; la democracia electoral queda comprometida por la partidocracia y la venalidad en el servicio público se amplía y profundiza a pesar de la alternancia en el poder, del carácter protagónico del Congreso, de la independencia del Poder Judicial y de la Corte, así como de la concurrencia de organismos autónomos. La impunidad es la mayor herida y origen de muchos de los males.
El descontento condujo a la reedición del presidencialismo autoritario. Tiene que ver con el presidente y su grupo político, pero más con el anhelo profundo de los mexicanos por un mandatario fuerte, que imponga orden y que sea fuente de justicia. Como tal, la apuesta no es el sistema, es la persona; no son las reglas, sino los hechos; no es la contención, sino al contrario, un presidente sin ataduras; no es la representación ciudadana, sino la asunción popular; no son las elecciones como medio para elegir gobernantes, sino para ratificar el proyecto trascendente.
El futuro mediato es una incógnita. Mucha de la fuerza existente pende del presidente López Obrador y su singularísima forma de ejercer el poder. Él se va y su modelo es irrepetible; además, a diferencia del presidencialismo autoritario, prácticamente nada se ha institucionalizado. En perspectiva, dos escenarios extremos se perfilan: el menos probable, el del caos; el posible pero incierto, el entendimiento del conjunto político, social y económico para un nuevo momento fundacional del régimen. El despertar ciudadano invita al optimismo; las reservas devienen de la fragilidad ética y precaria visión de las dirigencias de los dos grandes partidos históricos.
Se les hizo fácil
En el proceso de establecer acciones afirmativas para compensar la desventaja histórica de grupos vulnerables al INE, a las autoridades judiciales —el Tribunal Electoral y la Corte— se les hizo fácil imponer criterios para la selección de candidatos de los partidos por la omisión de los Congresos —federal y estatales— en materia de criterios de equidad de género, entre otros. La decisión partía de la reforma de 2019 al artículo 41 constitucional; ante la omisión legislativa del Congreso de la Unión y de las legislaturas locales, el INE y el Tribunal decidieron resolver el tema.
Lo más discutible de la resolución del INE, aprobada por el Tribunal y avalada por la Corte fue la llamada medida de la alternancia, aplicable a cargos unipersonales. En virtud de este criterio, un género debe suceder a otro, de manera tal que una presidenta municipal, una gobernadora o una presidenta de la República debe ser sucedida por una persona de género masculino. Esto implica la afectación del derecho de ser votado para la mitad de la población, insostenible por la jerarquía de derechos que, al parecer, no han importado al INE ni al Tribunal. El punto de partida es el voto y el derecho de ser candidato o candidata, sin importar el calendario electoral. Las acciones afirmativas no pueden ni deben ir contra las garantías individuales. Incomprensible e inconcebible que la mayoría en el consejo general del INE y en el Tribunal Electoral pensaran diferente, como también se presentó en la Corte con análogos resultados. Es increíble que los jueces vueltos legisladores no depararan en la magnitud del disparate democrático o eludieran el tema fundamental que afecta a la democracia mexicana: los mecanismos no democráticos ni transparentes para la selección de candidatos.
Como consecuencia, la solución legislativa con reforma constitucional que se ha consensuado en la Cámara de Diputados resuelve el tema en favor de los partidos. La salida es la ratificación de la discrecionalidad y, en consecuencia, el autoritarismo de los partidos para designar candidatos. Al Tribunal Electoral se le limitan sus facultades en impugnaciones derivadas de las quejas por violación de derechos en la selección de candidatos y eleva a condición de irrefutables las normas internas de los partidos en la materia. Con ello, la partidocracia se hace de una victoria impensable y, desde muchos puntos de vista, antidemocrática.
Queda claro que el interés común de las dirigencias de los partidos, con el rechazo testimonial de MC, se enmarca en la discrecionalidad para la selección de sus candidatos y para impedir que los ciudadanos puedan recurrir a instancias judiciales para salvaguardar el derecho a ser votado. Los alcances del cambio propuesto exceden por mucho el problema que les generó que el INE, el Tribunal Electoral o la Corte al momento de imponer criterios o decisiones propias del legislador.
De prosperar la reforma constitucional, la afectación a los derechos político-electorales de los ciudadanos es mayúscula y sin precedente. El espacio de discrecionalidad autoritaria de los partidos para seleccionar candidatos se amplía de forma desproporcionada al cerrar la puerta de la impugnación judicial. Por esta misma consideración sería deseable, como propone el Tribunal Electoral, que el Congreso diera curso a esquemas de consulta y discusión incluyente, el pomposo parlamento abierto y, de esta manera, hacer una justa valoración del cambio constitucional y, en todo caso, ajustar la decisión a una legítima preocupación de los partidos que claramente garantice las garantías individuales, particularmente el derecho a ser votado.
Llama la atención la manera como los partidos cierran filas entre ellos cuando se trata de la actuación de las instancias de autoridad o judiciales en materia de selección de candidatos. Todos son iguales. Más cuestionable todavía para la oposición que se supone pretende un cambio a fondo del régimen, un entendimiento casi de todos en el marco de la irrupción ciudadana evidente en las elecciones intermedias pasadas y en las muestras públicas del 13 de noviembre y del 26 de febrero, que hace evidente la crisis de la representación política en México, la insuficiencia de la reforma electoral y la persistencia de la partidocracia manifiesta en desdén y soberbia.