Conocí al sabio gallego Antonio Domínguez Rey gracias a los buenos oficios de nadie menos que nuestro gran poeta y, sin asomo de duda, Jorge Valdés Díaz-Vélez.
Hubo en el primer pronto, como dicen los españoles, resonancia afectiva, y se generó una sólida amistad que, por fortuna, ha tramontado los días, los meses y los años.
Fuimos a comer —qué curioso— en Madrid a un restaurante que se llama Torreón.
Allí me invitó a colaborar en la revista Serta cuyo significado es crestomatía, esto es, un empeño antológico.
La publicación es presidida por un rótulo indicativo: revista iberorrománica.
¿Por qué? Porque compendia o reúne voces de los múltiples países. Tengo la inestimable insignia de formar parte de su consejo asesor junto a plumas como Ánxeles Penas, Luis Alberto de Cuenca o Jaime Siles.
Hace unos pocos días recibí el número 12 de la poderosa revista.
Con un mensaje dedicatorio de Antonio:
«Muy grato y gran abrazo, Gilberto. A ver si un día es real. Intento un congreso internacional Serta-iberorromania, América incluida. Si conoces a alguien que ayude, dímelo».
Comparto, por último, un poema del autor sirio Maram Al Masro: obra verbal que fulgura en la revista de marras: se quejaba una anciana cierto día ante el sultán/ de que los soldados le habían robado el ganado/ mientras ella dormía./ El sultán le replicó:
/Tu deber era velar por tu rebaño,/ en lugar de echarte a dormir./ Ella le contestó:/ yo creía que su Majestad velaba por nosotros./ Por eso me dormí.
¡Viva Serta!