Esta semana se recordó el 450 aniversario de la masacre de San Bartolomé; un asesinato en masa de Hugonotes (protestantes calvinistas) por los católicos parisinos. En Inglaterra, en 1535 fueron descuartizados monjes de la Cartuja por su catolicismo en la Plaza de Tyburn. Tras terribles matanzas por la intolerancia religiosa, en 1598 se expidió el Edicto de Nantes que autorizaba la libertad de conciencia y de culto, limitada solamente a los calvinistas. En 1685, Luis XIV, con el Edicto de Fontainebleau acabó toda tolerancia religiosa estableciendo como exclusiva la católica en Francia, permitiendo la destrucción de los templos hugonotes o convirtiéndolos en católicos.
Naciones Unidas (NU) estableció 1995 como el «Año de la Tolerancia» y el artículo 1.1 de la Declaración de la UNESCO sentencia: «La tolerancia consiste en la armonía en la diferencia. No sólo es un deber moral, sino además una exigencia política y jurídica. La tolerancia, la virtud que hace posible la paz, contribuye a sustituir la cultura de guerra por la cultura de paz». En ese mismo tenor, Ban Ki-Moon, exsecretario general de NU, exalta: «La tolerancia es mucho más que la aceptación pasiva del «otro». Lleva aparejada la obligación de actuar, y debe enseñarse, alimentarse y defenderse».
La tolerancia resulta fácil de elogiar; pero es sumamente difícil de practicar; surge como un fantasma escurridizo que brilla tanto en presencia como en ausencia ya que en ocasiones permite el mal sin aprobarlo y respeta la diversidad cuando hay quienes solamente quieren un camino, el suyo.
Muchos teólogos y filósofos identificaron la clemencia a la tolerancia política. Cervantes hace decir a don Quijote que se debe frenar el rigor de la ley, pues «no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo». Y a Sancho, aconseja: «Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia».
La tolerancia exige su aplicación tras un análisis consciente sobre la jerarquía de valores: ¿Cuándo puede o debe tolerarse algo? La respuesta prudente sería: «siempre que, de no hacerlo, se estime que ha de ser peor el remedio que la enfermedad». ¿Es ético permitir un mal cuando se piense que impedirlo provocará un mal mayor o impedirá un bien superior? ¿Debe aplicarse a toda costa y sin excepción alguna el criterio: «Cero tolerancia»?
Existe en ética el principio de doble efecto que en cierta medida podría aplicarse aquí: Esta regla se utiliza para justificar que un acto que puede tener dos resultados posibles, uno bueno y otro perjudicial, no siempre está moralmente prohibido si el efecto deseado no es el perjudicial. De hecho, esta situación produce o puede producir dos efectos, de los cuales uno es bueno y el otro es malo. De ahí un sentido ético de la tolerancia si caer en permisividad.
Exigir la aplicación de un «Estado de Derecho» implica no tolerar su incumplimiento. Pero surgen situaciones que hacen aconsejable permitir «hacer la vista gorda»; lo que justificaría la tolerancia entendida como permisión del mal. Hacer la vista gorda expresa algo tan complejo como disimular aparentando ignorar o no darse por enterado. Dilucidar cuándo y cómo conviene hacer la vista gorda exige evaluar lo que está en juego, sopesar pros y contras, prever consecuencias para tomar una decisión. Implica poner en juego el propio prestigio y hasta una posible interpretación de la tolerancia como debilidad o indiferencia, así como asentar posibles precedentes peligrosos. Marco Aurelio reconocía que solo la experiencia podía distinguir cuándo hay necesidad de apretar y cuándo de aflojar.
Tolerar no significa renunciar a las convicciones personales, a su defensa y a su difusión, sino a hacerlo sin recurrir a imposiciones violentas. La tolerancia implica respeto y consideración hacia las opiniones o acciones de los demás, así como aceptación para las personas, no para sus ideas, costumbres, tradiciones y creencias distintas a las históricamente admitidas. La desesperación política de quienes ven su estatus político perdido se transforma en «intolerancia intolerable» y con insultos buscan infructuosamente destruir imágenes; incapaces para ironizar enfurecen al sentirse abandonados en la aceptación popular, solo saben injuriar y fustigar al adversario por su apariencia física sin ofrecer alternativas positivas.