A la luz de recientes estudios, como el realizado por Lewis Mumford y la distancia histórica trabajando a su favor, podemos tener hoy no sólo una mejor percepción sino una mejor valoración de las utopías.
Con un exceso de recurrencia, el término ha pasado a ser el desván preferido para los que, al capricho de su imaginación desbordada, o de sus preferencias ideológicas, amontonan proyectos políticos de la más diversa condición con el propósito de modificar a grupos comunitarios con dispares orientaciones, distintas de las que germinan en las cabezas de otros.
Hoy, desde la contemporaneidad que nos asiste, sabemos con certeza que el deseo de cambio de un orden social existente no procede necesariamente del imaginario utópico, sino de una inspiración real que una colectividad se ha planteado como un deseo de cambio de rumbo.
Pero lo que se aborda en el presente artículo está alejado de esa concepción aspiracional legítima surgida en la conciencia de un pueblo, digámoslo así. Lo que aquí se reflexiona sí tiene qué ver con el imaginario utópico del personaje que dirige el rumbo de nuestro país porque a la orientación de Andrés Manuel López Obrador parece guiarla una postura que tiende a socavar el orden reinante en este momento en México, debido a una desvinculación con la realidad.
Aunque desde su tribuna mañanera trata de argumentar en favor del país que él imagina (y que quizá desea) con aparentes actitudes críticas de la realidad del país, lo cierto es que su retórica no ha logrado quebrantar, ni siquiera parcialmente, el estado de cosas reinante en la vida del país. Al final de todo, la verdad es que sólo representan, en un juego de espejos y ópticas, la imagen invertida de la sociedad mexicana
Desde la percepción personal del presidente, hoy todos los males provienen del pasado; no del pasado histórico, sino del pasado construido por lo que él llama el viejo régimen; también de los adversarios y de los que —según él— no se afilian al pensamiento de la transformación.
En sus sueños de extravío el país perfecto, construido desde las fantasías del presidente, le será entregado al pueblo sabio al final de su mandato, como corresponde a un registro de su imaginario, un registro escrito con el polvo dorado emanado del Humanismo Mexicano que López Obrador imagina como aportación cumbre de su pensamiento lúcido y brillante para iluminar a todos.
Mientras tanto, en la soledad de su palacio de rey único, hay que seguir construyendo la utopía para ser propagada desde la mañanera por el pueblo convertido en corte celestial para que, al final del sexenio, los opositores de pensamiento y de obra, sean exterminados para siempre.
Las utopías prácticas, como esta que propone el presidente de México, pretenden mantener como objetivo primordial, la felicidad de los societarios (el pueblo, en este caso) a cambio de la inmovilidad, del aislamiento del mundo, del exilio; esa es su condición.
Eso ocurre porque una cosa son las utopías de recreo en cuyo soporte literario existen sin ningún conflicto La república de Platón, la abadía de Theleme de Rabelais, La ciudad del sol de Campanella, o «el país de ninguna parte» de Tomás Moro. Una cosa muy distinta es eso, digo, y muy otras las que se proponen como realidad viable y entonces se tiene que negar la realidad real.
El presidente López Obrador no es un humanista, como los ha habido, y los hay, en la historia de la humanidad. En cambio, eso sí, representa en buena medida la esperanza afiebrada, milenarista, que siempre ha estado presente en el pueblo para salir de su condición de pobreza.
Pero las utopías prácticas no fructifican. Lo que fructifica es el trabajo duro, persistente, continuo, fundado en la inteligencia y la razón para hacer fructificar los logros de un proceso imaginativo donde se concreten los sueños de una utopía irrealizable en su totalidad.
Pero, una vez más, el país perfecto no llega, no se concreta, se hace esperar. Y entonces, ya casi a punto de terminar su mandato, sólo le queda vivir intensamente su sueño en el fondo de sus prisiones, esperando que su heredera política logre realizarlo algún día.
Pero mientras eso ocurre, el país se desgaja, se desmorona, se cae a pedazos. Las señales son múltiples y diversas. Están en la descomposición de sus estructuras cuya vulnerabilidad resulta a todas luces visible para la mayoría, excepto para la figura presidencial.
Tan ocupado como está en perseguir y exigir que sean despedidos de su trabajos a periodistas que presentan un ejercicio crítico en torno a su administración, pelearse con todo aquel que se permita un diferencia de opinión con su postura, el presidente y sus aliados (¿o debiera decir cómplices) se ven impedidos de visualizar los signos de ese derrumbe paulatino que van carcomiendo poco a poco sus soportes.
El presidente insiste en que la Superfarmacia de su imaginación ha resuelto de manera definitiva el problema del desabasto de medicinas en el país, aunque los pacientes que las requieren deban enfrentar un problema que antes no era de la gravedad que lo es hoy.
En el país utópico del presidente y sus aliados, no existe la realidad guerrerense de los niños y niñas armados porque tienen que defender la integridad de su pueblo mientras los adultos van en busca de sus desaparecidos porque la autoridad no puede cumplir con su deber tan ocupada como está en repartir abrazos entre los grupos delincuenciales de aquella zona.
Los otros datos que siempre tiene el señor presidente, junto con sus aliados, le impiden visualizar la catástrofe que señalan las estadísticas de homicidios diarios en el país y eso le permite celebrar en su mañanera los pocos muertos de hoy, como el logro del sueño en un país pacificado.
Pletórico de soberbia, el presidente se empeña en defender la aerolínea del Estado, aunque realice viajes con un solo pasajero, un Tren Maya que ya no tiene fecha de empezar a operar en su totalidad, un aeropuerto barato con escaso tráfico, una refinería que no puede arrancar en plenitud.
Defiende todo eso a capa y espada, aunque por su inoperancia sus costos sean asumidos por el pueblo que tanto defiende.
Toda utopía no hace mas que llenar el vacío entre un paraíso perdido y una tierra prometida como paraíso. ¿Qué perdió el presidente y qué paraíso quiere encontrar? Su utopía nos acerca al abismo.