La voz de las urnas

La ciudadanía castigó al presidente Andrés Manuel López Obrador el 6 de junio y le retiró la mayoría calificada en el Congreso como una forma de moderar sus ímpetus reformistas. Sin embargo, con más de la mitad del arco parlamentario a su favor, podrá continuar las políticas menos radicales de la Cuarta Transformación planteadas al principio de su gobierno. Las alianzas, campañas y manifiestos tendentes a conformar una Cámara de Diputados dominada por las oposiciones para restarle poder el ejecutivo, no tuvieron eco suficiente. Vencidos individualmente en 2018 de forma abrumadora, en esta elección el PRI, PAN y PRD sumaron fuerzas contra Morena y AMLO bajo el paraguas de la coalición Va por México, sin lograr su objetivo. La derrota profundiza la crisis de esos partidos, los cuales han perdido identidad y respaldo en las urnas.

Ganar 11 de 15 gubernaturas (las restantes serán: dos para el PAN, una para Movimiento Ciudadano y una para la alianza Verde-PT) aumentará la fuerza territorial del presidente, pues el número de entidades bajo el control de Morena se elevará a 18, incluido Morelos. De no haber sido por la coalición de azules, rojos y amarillos, el partido guinda habría obtenido más estados; así lo proyectaban las encuestas antes de Va por México. El PRI es el gran perdedor. Junto con el PRD, casi desaparece. En Nuevo León, Movimiento Ciudadano dio un salto cualitativo y se afianzó en Jalisco.

Como en cada elección, máxime en procesos con las características del presente, en el cual se votaba por la continuidad del proyecto de la 4T o el regreso del modelo neoliberal, el resultado provocó entusiasmo y decepción, según el bando. La confrontación fue esta vez entre dos grandes bloques, reflejo de la polarización política: el encabezado por Morena y el de los otrora antagónicos PRI, PAN y PRD. El mensaje de la tríada, cuya coalición Va por México alentaron empresarios, intelectuales, medios de comunicación y otros agentes, fue desde un principio derrotista: «separados no podemos». Así lo entendieron los votantes, quienes dieron la espalda a siglas desgastadas, sin pro-puestas ni memoria. Verlos juntos en las boletas se tomó como un agravio.

En democracia las mayorías mandan y el 6 de junio decidieron darle un voto de confianza al presidente López Obrador, cuyo activismo y popularidad favorecieron a los candidatos de su partido, sobre todo en los estados. En dos años y medio de gobierno incompetente, absolutista y contradictorio, ni las oposiciones ni los sectores dedicados a denunciar e incluso a exagerar los errores de la administración, no fueron capaces de proponer una agenda atractiva y creíble a los electores. Tampoco generaron liderazgos políticos; al contrario, cobijaron a quienes eran probadamente venales.

El fracaso de los partidos tradicionales es extensión de la derrota de 2018, pero además la profundiza. López Obrador es un presidente fuerte, mas no debería abusar de sus facultades ni intervenir en los demás poderes, para diferenciarse de sus predecesores —señaladamente Salinas de Gortari—, pero lo hace sin rubor. Quizá por el pasado caudillista de México, por la falta de madurez democrática y porque la mayoría todavía lo apoya. A partir de Salinas, los mandatarios cargaron con el estigma de la ilegitimidad —Fox no, pero en poco tiempo dilapidó su capital político— y cedieron ante las elites y los grupos de presión para poder gobernar. AMLO rompió con ese pasado, pero pretende llevar a otro igual o peor. ¿Cómo impedirlo? Con ciudadanía y oposiciones fuertes cuyos intereses nunca estén por encima del país.

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