La lección más importante de la crisis de Nuevo León es que la ley y las instituciones importan; son cruciales no sólo para la certeza de derechos, para resolver conflictos y diferencias, también para superar crisis de gobernabilidad.
El desdén del gobernador Samuel García a la norma, al pretender infructuosamente dejar un interino a modo tuvo el peor de los resultados para él. No se trata si el joven goza del carácter para ser una opción confiable para ser presidente, si Dante Delgado hizo bien en depositarse en un político veleidoso y sin sentido de los límites, si el presidente promovió la candidatura y azuzó el conflicto, si fue el miedo a que el sucesor dejara al descubierto la corrupción y el abuso de poder. Lo que importa es que los políticos y gobernantes en sus legítimas pretensiones deben someter su conducta a la ley.
Desde el principio quedaba claro que correspondía al Congreso local la designación del interino. Ninguna disposición establece que el sucesor provisional deba tener una identidad partidaria particular. Tampoco que la designación legislativa deba ser por consenso, confusión provocada por la Sala Especial del Tribunal Electoral. El gobernador pensó que todo era materia de baladronadas y que en instancias menores de la justicia federal podría ganar su caso. El doctor en derecho se equivocó de principio a fin por chueco y el mayor error fue su desdén a ley, signo de nuestros tiempos.
Es común en las democracias presidenciales que los Gobiernos tengan que lidiar con mayorías legislativas no afines, característica democrática en México de 1997 a 2018. El hartazgo por el régimen peñista y una indebida interpretación de la ley llevó a López Obrador a ganar con mayoría calificada en la Cámara de Diputados y casi también en el Senado. Lo acontecido, especialmente después de la elección intermedia en la que se perdió la fuerza legislativa de Morena, es una historia dramática de oprobiosa sumisión y de desapego a la legalidad, provocando la anulación de decisiones legislativas no sólo por su inconstitucionalidad, sino por violaciones flagrantes al proceso legislativo.
El problema que comparten Andrés Manuel López Obrador y Samuel García es la soberbia que les hace creer que la causa que asumen representar no admite límite o cuestionamiento alguno. La diferencia es que López Obrador cuenta con mayoría en el Congreso, que le da un margen muy amplio para imponerse, Samuel García no, y eso hace la diferencia. Dice el presidente López Obrador que el que nada debe nada teme, bajo esta premisa no se entiende la obsesión de ambos en dejar sucesor a modo, ven la alternancia de manera catastrófica, como suele ocurrir en el autoritarismo.
Hay mucho que aprender de lo acontecido en Nuevo León, particularmente en la perspectiva de 2024. Un Congreso que cumpla su función de poder independiente del Ejecutivo es crucial para contener el abuso de poder y la ilegalidad; de la misma manera, un Poder Judicial Federal y una Corte que hagan valer la Constitución son garantía para la República y la gobernabilidad del país.
Quizás sea muy difícil que los votantes consideren para definir su preferencia temas complejos como el poder dividido para la calidad del Gobierno y la gobernabilidad. La convocatoria a una mayoría calificada equivale a un cheque en blanco para quien gobierne y en el caso concreto sería para acabar con la autonomía e independencia de la Corte y excluir a la pluralidad de la representación parlamentaria. El diseño constitucional de división de poderes vigente es precisamente para evitar el abuso del poder y que gobernantes o legisladores actúen en contra de la Constitución, como ha ocurrido en estos tiempos.
El gobernador constitucional regresa a su responsabilidad con el aval del Congreso local, lo que él complicó por su carácter pendenciero y la usurpación de funciones en las que incurrió. Prevaleció la mesura y prudencia de los legisladores locales y del gobernador interino, Luis Enrique Orozco. El conflicto deja un saldo de desencuentro y polarización indeseable. El voto determinará el nuevo equilibrio del poder en la entidad, particularmente con la elección de la próxima integración del Congreso local. Cada uno con sus razones y argumentos; la relevancia radica en que la ley importa y que es fundamental para el país la actuación de la Corte en la salvaguarda de la Constitución, la legalidad y, consecuentemente, la gobernabilidad del país.
Dignidad en la indignación
Hay quien dice que la democracia sirve mucho menos para elegir y más para castigar al mal Gobierno con su reemplazo o destitución. El que no hace bien la tarea habrá de sufrir el voto de rechazo con premio para el opositor, a veces sin mérito. Eso de la innata sabiduría del pueblo y su infalibilidad es patraña propia del pensamiento mágico; el pueblo también se equivoca, más al premiar que al castigar. Así se dice del arribo de los populistas, sean Milei, López Obrador, Bukele o Bolsonaro. La razón de su victoria es el deterioro moral del régimen derrotado. En cierto sentido votar por la oposición es tema de dignidad colectiva.
La región latinoamericana se ha caracterizado en la última década por la alternancia. Todos los países la han experimentado con excepción de Paraguay, aunque seguramente el presidente de El Salvador, Nayib Bukele no conocerá derrota y no es para menos, su aprobación es abrumadora por su logro para ganarle la batalla al crimen, tarea elemental del Estado. La crisis no siempre se muestra en alternancia en la normalidad, también se da la separación anticipada del cargo como en Perú con Pablo Kuczynski y Pedro Castillo, antes en Brasil con Dilma Rousseff y en Guatemala con Otto Pérez Molina.
En México existen visiones encontradas sobre qué ocurrirá con la renovación de poderes nacionales el próximo año. Por una parte, el presidente López Obrador mantiene una elevada aprobación y, por la otra, una mala calificación del desempeño presidencial. Más aún, los resultados gubernamentales contradicen los propósitos centrales de las razones de su victoria: la corrupción persiste, la violencia sigue creciendo, la desigualdad aumenta y surgen nuevos problemas como son el deterioro del sistema de salud y de educación, la merma de la libertad de expresión por la intimidación del presidente en el ámbito nacional y del crimen organizado en el local y la amenaza a la institucionalidad democrática.
La polarización producto del legítimo descontento ha contribuido al virtual estado de indefensión de la sociedad mexicana. Sirvió como estrategia para que López Obrador y Morena ganaran la elección en 2018; ya en el poder la utilizó para asegurar sus objetivos políticos y electorales, no para transformar el deficiente sistema de Gobierno. Sí hubo un cambio, pero de corte autoritario y no deja de ser revelador la complicidad entre el presidente y la llamada oligarquía nacional. En el mismo sentido se ha transitado a la militarización de la vida pública y, especialmente, de la seguridad pública.
La polarización ha permitido al presidente refugiarse en las intenciones y avasallar cualquier resistencia en su empeño de concentrar el poder, así sean los factores de influencia, los medios de comunicación o las organizaciones civiles. La oposición también ha sido contenida, aunque el medio utilizado sea la intimidación mediante el uso político de la justicia penal y la cooptación. Lo más preocupante es el sometimiento del Congreso y la embestida contra el Poder Judicial y a la Suprema Corte de Justicia. La medida de la intolerancia es la descalificación presidencial al evento cultural más relevante del país, la FIL. La última trinchera de la resistencia ha sido la Corte y la última batalla se dará con el voto en junio del próximo año.
La realidad es que el escrutinio al poder es sumamente deficiente. Siempre fue así, pero ahora son extremos de escándalo. Sin ningún miramiento las grandes corporaciones de medios depuran sus espacios editoriales y se vuelven reproductores acríticos de la prédica moralista presidencial. El mandatario no se da por satisfecho porque pretende la sumisión total como quedó mostrado en la cobertura noticiosa e informativa por la tragedia del huracán Otis en Acapulco.
La alternancia puede hacerse presente. La clave está en que la oposición tenga la capacidad de interrumpir el ciclo del discurso oficialista, tarea no fácil por las fortalezas del régimen —no todas legítimas o legales—, pero tampoco imposible, por la creciente inconformidad en las zonas densamente pobladas.
En el fondo, la campaña opositora debe recuperar el sentido de indignación ante al abuso del poder, la mentira y las malas cuentas del Gobierno. Se puede decir que no se requiere mucha argumentación para lograrlo; sin embargo, la tarea no es cuestión de razones, sino de emociones, técnica e instrumentos como el uso virtuoso de la comunicación y propaganda, aspectos en los que el oficialismo lleva clara e indiscutible ventaja.