Una de las reglas no escritas de la «dictadura perfecta» tenía como destinatarios a los gobernadores: quien no funcionaba —e incluso si daba resultados, pero era visto con recelo por el jefe máximo; o bien había caído de su gracia— u oponía resistencia a las directrices de Los Pinos, tenía de dos sopas: se ponía las pilas o hacía la maleta. En una gira del presidente José López Portillo por La Laguna pregunté a varios gobernadores sobre la posibilidad de que una mujer ocupara la «silla del águila». Todos hicieron mutis. Hablar de la sucesión, y más en términos de género, era sacrilegio. Lo mismo pasaba en los estados. Gobernador que pretendiera nombrar sucesor y disputarle al presiden-te esa facultad, sabía a qué atenerse.
Gonzalo Martínez Corbalá, quien, como embajador de México en Chile, rescató a la familia de Salvador Allende luego del golpe de Estado de Pinochet y auxilió al poeta Pablo Neruda, era un gobernador interino apreciado y bien visto por los potosinos, a diferencia de su predecesor defenestrado Fausto Zapata. Aun así, Carlos Salinas de Gortari forzó su renuncia para imponer a Teófilo Torres. Con el mismo desparpajo, el presidente despachó a otros 17 gobernadores. Suponer que en nuestro país un periódico es capaz de poner o quitar a un gobernador (como se dijo de Óscar Flores Tapia) es una falacia. A lo sumo puede colgarse de las circunstancias y pavonearse después, pero más no.
La norma aludida al principio responsabilizaba a los gobernadores de la seguridad en sus estados y marcaba límites al nepotismo y a la corrupción. Omisión, ratería o escándalo local que repercutiera en el centro del país, ameritaba la intervención inmediata del secretario de Gobernación, provocaba cambios en los gabinetes y ponía en jaque al jefe político del estado correspondiente. Si el problema persistía o se agravaba, llegaba el cese, la renuncia o el «ascenso» a algún cargo federal de segundo o tercer nivel. Rubén Figueroa era compadre del presidente Ernesto Zedillo, lo cual no obstó para separarlo del cargo por el caso de Aguas Blancas, Guerrero, donde 17 campesinos fueron emboscados y asesinados.
La alternancia PRI-PAN, en el año 2000, concedió a los gobernadores libertad y fuerza ilimitados, los cuales se ampliaron todavía más con Peña Nieto. Controlan congresos, tribunales de justicia y a los demás factores de poder, sin que nadie los supervise a ellos. Por si no bastara, nombran sucesor, pero esto ya empieza a cambiar. El balance en general es negativo por la falta de contrapesos. Los presidentes también soltaron los amarres en el tema de la seguridad y la violencia se disparó (homicidios, masacres, desapariciones forzadas…), pero las autoridades locales se lavan las manos y culpan a la Gobierno federal.
Por otra parte, censuran la «militarización» del país, pero sin el apoyo del Ejército los gobernadores no podrían presumir menores índices delictivos, donde los haya. En Saltillo y Torreón no se observan convoyes militares, pero sí «grupos de reacción» amenazantes que apuntan sus armas en zonas urbanas hacia blancos imaginarios. La delincuencia organizada actúa y se oculta en zonas donde la fuerza pública tiene poca o nula presencia. El presidente Andrés Manuel López Obrador ha recortado recursos a los estados como una forma de atacar la corrupción, pero no ha actuado contra los gobernadores como ocurría en los tiempos de la dictadura perfecta. Al contrario, los premia con embajadas y consulados. ¿Será así siempre?