Por estos días en que Saltillo celebró un aniversario más de su fundación y los católicos festejamos al Santo Cristo de la Capilla, nos hemos ido dando cuenta de que, por fortuna, las relaciones entre el gobernador Riquelme y el alcalde Manolo Jiménez con el obispo de la Diócesis de Saltillo, monseñor Hilario González, van caminando cada quién en su carril sin tratar de inmiscuirse entre ellos, pues haciéndolo pudiera dar lugar a provocar ofuscamientos, como sucedió con el manejo de la anterior curia diocesana a la actual que maneja el presente obispo, ya que en algunas ocasiones se olvidaba privilegiar la palabra de Dios, pues en vez de evangelizar, el obispo Vera se entusiasmaba en exponer temas políticos, lo que hizo tener enfrentamientos fuertes con el anterior gobernador, quien le impugnaba duramente, lo que avivó que las relaciones tuvieran una reserva que atinadamente el actual gobernador en su primera entrevista pública, en este caso con el ahora obispo emérito, logró despresurizar el ambiente hasta el término de la conducción del señor Vera.
Actualmente es notoria la formación de un juicioso equilibrio que se ha evidenciado entre nuestra población entre el poder fáctico, como es la Iglesia, y el Gobierno, pues la presencia del obispo Hilario ha traído un clima purificador, al dedicarse totalmente a su labor pastoral sin que demerite una empatía con el poder público, difuminando la estela de frialdad que ha ido amortiguando esa cuerda, cuyo riesgo empezaba a ser peligroso por el talante que le imprimía monseñor Vera, que utilizaba el púlpito con posiciones frontales con el poder público que traspasaba la línea que marca la prudencia, ya que en su prédica se alejaba de las cosas de Dios en lugar de fundamentarla en la frase pronunciada por Jesús al decir «Dadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».
Parte de las funciones de los obispos es hacer que sus fieles crezcan en la gracia y éstos a su vez sostener con su oración al pastor que la Iglesia les entregó. La tarea de un obispo es anunciar el Evangelio, es decir, divulgar la palabra de Dios, y no promover mediante opiniones mundanas, pugnas que en lugar de ayudar a crear un ambiente de fraternidad manteniendo valores humanos, valores universales entre los hombres, lo empeoran suscitando en la mente de la población un rechazo en todo lo que se trate de cosas de la política, lo que puede ir en contra de una institución legalmente constituida y que se subestime a una democracia que queremos que prevalezca.
Por esos motivos y considerando que la mayoría de los pobladores de nuestras ciudades son católicos que de alguna manera consienten las palabras que el obispo trasmite, algunos jerarcas aprovechan ese contexto y deterioran los puentes que deben tender, en el buen sentido con el Gobierno.
Lo trascendental para la Diócesis de Saltillo y su feligresía es que con la actitud que ha expuesto este nuevo obispo, se empieza a advertir que realmente está dedicado a la dirección de la Iglesia diocesana, por lo que las relaciones con el aparato oficial irán avanzando por vías que seguramente se traducirán en un entendimiento protector para todos.
La separación de la Iglesia y el Estado contribuye a clarificar el campo de acción de cada parte, lo que debe originar un respeto predominante cuyo resultado sería la concomitancia en un punto que confiera beneficios para ambas partes, sobre todo a la población.
Pero en fin, esos fueron vientos pasados que enturbiaron las diplomacias entre la Iglesia y el Gobierno, y que ahora en esta nueva etapa nos toca fortalecer ese ambiente que ayude a la avenencia en las relaciones a fin de que sean más llevaderas.
Y sigamos orando para que estos tiempos extremadamente difíciles en que la pandemia ha traído males y muertes lamentables se vayan diluyendo.
Que así sea.
Se lo digo en serio.