Mientras fui estudiante de filosofía, jamás pude superar lo que la Teoría del Conocimiento decía en torno a la verdad. Referían los libros que la verdad es la concordancia de la idea con el objeto. Semejante abstracción me resultaba imposible de asimilar.
Hoy, que ya he dejado de ser estudiante filosofía —aunque sigo en el mismo empeño por estudiarla—, el concepto continúa ofreciéndome la misma dificultad, aunque hoy también, la abordo de otra manera.
Hoy reconozco que la necesidad de la verdad es una de esas necesidades sagradas y que está implícita en otras de la misma categoría, como pueden ser la justicia o la libertad, por ejemplo.
Y cuando analizo un poco el mundo mexicano construido por los políticos, siento miedo al constatar la enormidad de las falsedades exhibidas sin ningún rubor, dichas con descaro y vergüenza de por medio, aún por los hombres más reputados que se dedican a esos quehaceres. Entonces siento como si bebiera agua de una fuente de sospechosa pulcritud.
Discursos y más discursos, vacuos todos, constituyen el manjar con que esos tipejos de mala entraña arrojan a la sociedad gobernada como verdades absolutas y, por ello, dejan fuera toda posibilidad de ejercer un mínimo cuestionamiento.
Esta pléyade de mentirosos ignora algo sustancial: en un país como el nuestro, hay seres humanos que trabajan ocho, o más, horas durante el día para llevar lo necesario a la mesa de su hogar y todavía hacen el gran esfuerzo, aunque sea por la noche o en modalidad one line, para instruirse y tratar de entender el mundo que lo rodea. Es decir, por lo menos leen, ávidos de saber acerca del mundo que habitan. Las más de las veces, no pueden hacer labor de verificación en las grandes bibliotecas porque son espacios vedados para ellos.
A ellos, justamente a ellos, no hay derecho a darles de comer cosas falsas. Por eso los políticos deberían medir en su discurso, la grandilocuencia de las palabras que utilizan en aras de un efectismo digno de la peor retórica.
Y ni cómo alegar aquí que el sentido de actuación de estos individuos es de buena fe. Eso no sirve porque no trabajan ocho horas cada día. La sociedad que trabaja los alimenta para que tengan tiempo y se tomen el trabajo de evitar los errores en su gestión. Así, como a un agente de tránsito causante de un accidente de ninguna manera haría un buen papel alegando su buena fe, tampoco deberían poder hacerlo los políticos.
Por esa razón resulta sumamente vergonzoso coexistir con esa turba y tolerar la existencia de los políticos cuando todo mundo sabe que alteran, a sabiendas la verdad. La sociedad desconfía de tales figuras pues todo el mundo sabe que cuando se integran a la organización de la mentira, eso constituye, de alguna manera, un crimen de insoslayable realidad que debiera castigarse con rigor.
Tenemos en el país muchos ejemplos de políticos que mienten públicamente y que, creen a pie juntillas que sus crímenes no pueden castigarse. Y, a solas en la intimidad de mi alcoba, yo me he preguntado siempre ¿qué es lo que impide castigar una actividad tan criminal como lo es el hecho de mentir? ¿De dónde les viene a esos rufianes esa concepción de crímenes no castigables? La respuesta puede ser muy simple o muy compleja, según el enfoque con el que sea abordado. Mi opinión es que es una deformación del marco jurídico y abogo para que llegue ya el tiempo de proclamar que todo crimen discernible, como la mentira, sea castigado.
Algunas medidas de salud pública como las ya mencionadas, provenientes no de los políticos sino de la sociedad civil, protegerían a la población contra los ataques a la verdad. Para ello, los tribunales de justicia tendrían que operar debidamente castigando todo error evitable.
Va lo siguiente a manera de ejemplo. Todos los días por la mañana se le miente a México cuando se dice que la violencia va a la baja, pero la realidad zacatecana, guanajuatense o michoacana, se erigen como la auténtica verdad que opera en el campo de la realidad. El temor a reprimir no es una virtud gubernamental sino una debilidad de Estado.
Se le miente a México cuando desde el palacio del rey o el corral de la borregada, se dice que los derechos humanos están garantizados por el Estado, pero la realidad de los migrantes que cruzan el territorio nacional nos grita el rigor (para eso sí es útil) de los malos tratos por parte de la Guardia Nacional y la burocracia del Instituto Nacional de Migración, amén de la violación de los derechos humanos de las mujeres, los pobres, los desempleados, los sin escuela, el desabasto de medicamentos, de los que huyen del país porque aquí no encuentran los horizontes de bienestar que les fueron prometidos.
Esos tribunales de justicia tendrían que ser los encargados de censurar a los políticos mentirosos por haber incurrido en falta de verdad cuando era tan fácil evitar el error de decir lo que no se corresponde con la realidad, de consumar esas afirmaciones falsas que constituyen una atroz calumnia contra una sociedad entera.
Quizá esos mismos tribunales podrían tener la atribución de prohibir la propaganda de los políticos cuando sólo se busque la reafirmación del poder a través de información tendenciosa y omisiones voluntarias de ciertos datos.
En todo este accionar no habría el menor ataque a las libertades públicas y, por el contrario, se daría satisfacción a la necesidad más sagrada del alma humana: la necesidad de protección contra la sugestión y el error.
La única garantía de que lo anterior llegue a buen puerto es que tales acciones provengan de medios sociales muy diferentes a los políticos, que estén dotados de una inteligencia amplia, clara y precisa, y que se hayan formado en una escuela donde reciban una educación y una formación no jurídica sino, ante todo, espiritual e intelectual, propia de una ciudadanía que entiende los beneficios de la democracia, de la participación y de la solidaridad.
No hay ninguna posibilidad de satisfacer en un pueblo la necesidad de la verdad si no se puede encontrar a hombres que amen la verdad porque se han acostumbrado a ella. Esos hombres no son, ciertamente, los políticos pues a ellos se les ve con demasiada frecuencia en el lado donde se emprenden feroces ataques contra la verdad.