Los cínicos y la terapia de aceptación y compromiso

En cierta ocasión, al intentar abordar un autobús, trastabillé y caí. No acusé el golpe, pero sí la humillación. Todos hemos pasado por un trago amargo similar. La vergüenza es parte de nuestras vidas. Es verdad que la cultura occidental es menos propensa que la oriental en lo que respecta a sancionar con la vergüenza la acción deshonesta. Empero, a nosotros también nos aqueja ese mal.

La Terapia de Aceptación y Compromiso, ACT por sus siglas en inglés, busca que el paciente supere la vergüenza. El recurso es, como su nombre lo indica, que uno llegue a aceptarse con sus defectos. Viene a mi memoria la novela de Sergio Galindo, Otilia Rauda. Hay película, por cierto. En ella, la protagonista experimenta el señalamiento mordaz de los habitantes del pueblo por la mancha que estropea su cara. También asalta mis recuerdos la novela Los cachorros de Mario Vargas Llosa. En ella, Cuéllar ve cercenados sus genitales por un perro bravo y carnicero. Pichulita, así moteja Vargas Llosa a Cuéllar, cargará con esta humillación el resto de su vida. Otilia y Cuéllar pudieron haber sobrellevado estas graves máculas si hubieran tenido a la mano a alguien que los acompañara en el proceso de aceptación.

La actitud de los cínicos suma en favor de esta terapia al llevarnos a fomentar la indiferencia ante el escarnio. Diógenes de Sinope, el perro mayor, solía alardear de su libertad al vivir en un tonel, masturbarse públicamente y burlarse de los serios de este mundo. Esta desvergüenza le lleva a «faltarle al respeto» a figurones de la talla de Alejandro el Magno. En cierta ocasión, el conquistador le dijo a Diógenes que le pidiera lo que quisiera. Diógenes le contestó insolente: «quítate que me estás tapando el sol». Mandeville llegó a afirmar que, si los Diógenes se multiplicaran sobre la faz de la tierra, la estructura capitalista y consumista se cimbraría. El vivir en austeridad pondría en jaque esa compulsiva actitud de «lo compro todo, no me puedo resistir».

El síndrome de Diógenes hace alusión a un trastorno del comportamiento que se caracteriza por el total abandono personal y por la acumulación de grandes cantidades de basura y desperdicios domésticos. Por supuesto que quien padece esto se fue al extremo y es, por tanto, un «desvergonzado» a quien le importa un bledo que lo tachen de sucio e indigente. Y no se trata de llegar a esto. Con la ACT se busca que simple y llanamente nos aceptemos y busquemos superar, en la medida de lo posible, la condición de «humillados y ofendidos».

San Ignacio de Loyola nos invita a identificarnos con la Bandera de Jesús, superando el engaño al que nos conduce el efecto dominó «riqueza, honores y soberbia» y a alistarnos en la dinámica «pobreza, humillaciones y humildad». Es un modo muy particular de enfrentar la vergüenza: abrazar la humildad. «La humildad es la verdad», nos dirá en su momento la santa de Ávila. Por supuesto que esto nada tiene que ver con el síndrome de Diógenes arriba citado. Pues esa humildad ignaciana conlleva la riqueza del Reino de Dios.

La vida se nos va en cuidar nuestra imagen. La total libertad de los cínicos nos puede ayudar a desprendernos de esta tara. Se trata de perder el miedo al ridículo, al «qué dirán». De aceptarnos y comprometernos a seguir adelante en el sinuoso, pero generoso camino de la libertad.

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