Mendigar me da vergüenza.
Lc. 16,3
Cuando se quiere estudiar al ser humano en su contexto de cultura, resulta fácil ver que la verdadera e incuestionable historia de la humanidad es, en realidad, una historia continua del sufrimiento.
La palabra «pobres» que aparece en más de una ocasión en los cuatro Evangelios, no se refiere particularmente, ni exclusivamente, a todos aquellos que padecían privaciones económicas, aunque, por supuesto, los incluye.
Los pobres eran, en primerísimo lugar, los mendigos, los enfermos y los que padecían alguna discapacidad y que por ello tenían la necesidad de la mendicidad. En el trasfondo de su condición estaba el elemento de la imposibilidad para encontrar algún trabajo y carecían de un pariente que estuviera dispuesto a sostenerlos.
Se entiende que en el tiempo en que se escribieron los cuatro Evangelios, no había hospitales, seguridad social o instituciones de beneficencia que pudieran paliar el sufrimiento de los pobres; en esa condición, pues, tenían que mendigar el pan los ciegos, los sordos, los mudos, los cojos, los tullidos y los leprosos.
A todos ellos se les sumaban las mujeres y los niños que, en su condición de viudas y huérfanos, respectivamente, no tenían a nadie que se ocupara de ellos y, por tanto, no tenían modo de ganarse la vida. También se incluían los jornaleros no calificados que solían estar sin trabajo, a los campesinos que trabajaban en las granjas y a los esclavos.
Todos ellos vivían en condición de pobres y su principal sufrimiento era la vergüenza y la ignominia.
Estas primeras palabras sirvan como preámbulo para lo que quiero hablar en este artículo.
El ser humano realmente pobre, hoy, el que depende de los demás para los trámites más elementales de la existencia, se encuentra en el nivel más bajo de la sociedad. No posee dinero, no posee poder, no posee prestigio, no posee honor, no posee nada y, por eso, apenas sí es humano. En medio de ese escenario su vida carece de sentido.
Un mexicano de hoy, gobernado por un presidente y un partido de original, por extraña, posición frente a los problemas vitales, experimenta esto como una pérdida de la dignidad humana. En buena medida por esto en la palabra «pobres» se puede incluir a todos los oprimidos, a todo el ejército de gentes que dependen, digamos, de la misericordia de otros. Y también por ello, hoy, el término puede extenderse a todos los que confían entera y ciegamente en la misericordia de un presidente y un partido que, sin embargo, los vulnera en lo más sagrado de sus componentes: ser personas.
Todos los males, infortunios, carencias y enfermedades constituyen un campo abonado para la esperanza y la superstición. Y los políticos lo saben bien. El mundo oscuro y tenebroso en el que los desamparados ven amenazas por todas partes, los pobres están siempre a merced de individuos de mala calaña que los sitúan en calidad de propiedad privada que puede ser manejado o adquirido según la política del momento lo requiera.
Los pobres, los oprimidos, están siempre a merced de los que imponen cargas pesadas y no mueven un dedo para aliviar males, a no ser que puedan obtener algún beneficio por el que valga la pena el sacrificio de la ayuda.
Los pobres y los oprimidos constituyen el mundo de los pisoteados, los perseguidos, los cautivos. Son los desheredados, los condenados de la tierra; es la gente que no cuenta para nada pero que sirve muy bien para formar abrumadoras mayorías que votan, abrumadoras mayorías que son llamadas para aclamar públicamente a los dirigentes de la política, abrumadoras mayorías a quién vacunar masivamente y abrumadoras mayorías a las que se les pueden hacer transferencias de dinero, porque el beneficio a corto plazo siempre será mayor que el gasto requerido para sostener la simulación de que se trabaja en favor de los pobres.
Las clases políticas mexicanas son enormemente ricas y viven rodeadas de gran lujo y esplendor. Entre éstas y los pobres de México, existe un inmenso abismo económico imposible que pueda ser salvado por la clase social de la más ínfima posición.
Andrés Manuel y toda la corte morenista que hoy gobierna, como antes fue la priísta, la panista y el resto de las dirigencias de los otros partidos, no es la excepción. El que hoy es presidente proviene de una clase de dirigentes políticos que siempre ha estado en una posición de privilegio donde se puede ver a México desde una altura en que sus más vitales problemas no lo tocan, aunque los conozca bien y los aproveche mejor para sus fines.
Quizá lo más sorprendente de Andrés Manuel es que, a pesar de pertenecer a esa clase política de privilegios, pueda mezclarse socialmente con los más débiles y hasta se identifique con ellos. Pareciera que Andrés Manuel se hubiera hecho marginado voluntariamente, en virtud de una opción.
Pareciera también que el sufrimiento de los pobres y oprimidos le cauce gran afecto por ellos, a grado tal que son, en el discurso, la fuerza motora para poner en movimiento una respuesta al sufrimiento fundada en la compasión.
Sin embargo, una mirada cuidadosa sobre esta aparente opción, nos revela que detrás de todo ese discurso vacuo, fluye en realidad el hecho de una inminente catástrofe cuyos signos son visibles en el día a día que vive este país.
La catástrofe está en que este gobierno ha convertido a millones de mexicanos en profesionales de la pobreza. Cada cierto tiempo, por períodos más o menos regulares, todos estos mexicanos forman interminables filas para recibir su pago y continuar desempeñando el cargo de pobres.
Becas, becas y más becas, constituyen el mecanismo corruptor que ha convertido a la pobreza en la más indignante y humillante de las profesiones en las que se anulan los potenciales críticos y de desarrollo de los beneficiarios.
Conocí a un servidor de la nación y su deslumbramiento ante la figura de Andrés Manuel y su apoyo irrestricto a morena, le han quitado la posibilidad de mirar el abismo que se abre ante sus pies y al que caerá, irremediablemente, en el siguiente paso.