Salió de la nada, pero pronto se convirtió en una mascota digna de amar. La azarosa vida de una gata nos enseña a comprender que muchas veces las cosas más simples son aquellas que mas nos llenan y nos confirman como seres humanos
A veces, las mascotas son como burbujas de jabón en nuestras vidas. Traviesa, regordeta, llena de curiosidad por descubrir y vivir experiencias, desenfadada, amorosa y tierna, así mi Makki, una gatita de color blanco con manchas grises y amarillas. La adopté un día y al siguiente me arrepentí.
Con una gata adulta ya en casa y con Makki fueron dos, pero ella llegó con algunos inconvenientes. Si bien había sido desparasitada, presentó problemas digestivos y los dos areneros no parecían suficientes; además, no fue bien recibida por Chita, la otra minina. Puso de cabeza mi rutina, hasta ese momento tranquila y plana.
Tras varias idas al veterinario, por fin se estabilizó. Bastaron unos días para familiarizarse con la casa y para convivir con Chita, aunque ésta le gruñera y arrojara zarpazos al notar su cercanía.
Tenía su propia cama, pero ella se decidió por la de Chita; un día la descubrí allí acostada con comodidad, quitada de la pena, mirando a su alrededor tranquilamente como quien no se sabe en lugar ajeno. Lo sorprendente es que Chita no hizo nada al respecto, se resignó, como sabiendo que no podría contra ese ser socarrón recién llegado.
Al cabo de las semanas, la nueva mascota se ganó el aprecio de su compañera y cuando menos lo esperaba las sorprendí persiguiéndose por la casa. Cada una con su propia personalidad; yo les hablaba y hacía mimos de forma distinta, de acuerdo a su esencia. Chita: apacible, dormilona y no muy cariñosa; Makki, lo contrario, pero juntas representaban una fórmula equilibrada para mí.
Las travesuras y ocurrencias de Makki eran las novedades del día a día, que arrancaban risas y eliminaban mi estrés en un instante. Una mañana entró a la sala con algo en el hocico, me acerqué y vi que era una enorme oruga verde, se la quité y la regresé al jardín. Otra ocasión jugaba con hojas secas y tomó una entre los colmillos; alcancé a tomarle video a la graciosa escena. Al bajar o subir las escaleras ahí estaba, metiéndose entre mis pies; una vez estuve a punto de caer. Tomaba las toallas de la cocina que estaban sobre el asa de la estufa y las escondía sabrá Dios dónde, pero nunca aparecieron; lo que sí apareció una vez fue un ratón destripado con la cabeza desprendida.
Una tarde me topé con un Rosario tirado en el piso, el cual colgaba de un adorno empotrado en la pared. No tengo idea cómo lo bajó. Tenía un pescado de felpa para jugar y éste aparecía en los lugares más insospechados; una vez lo encontré en el segundo nivel del entrepaño para baño, donde ella solía acostarse también.
Durante las noches dormía conmigo y con Chita, pero ella se acercaba más a mí y amaba eso de ella, se dejaba caer a mi lado. No la dejaba salir de casa, sólo en el día mientras yo estuviera ahí haciendo labores y con la puerta principal abierta; así, entraba y salía; se echaba cerca de mí en tanto yo preparaba comida o lavaba trastes. Me gustaba su compañía y, sobre todo, su cercanía. Una noche se salió y fui por ella a la plaza, que está a unos metros. A diferencia de Chita, a quien le permito algunas salidas nocturnas, a Makki no, porque aún no conocía el vecindario; creció en patio de tierra y libre de los peligros de ciudad cuando yo la adopté y traje a Saltillo.
Pasaron los meses y uno de mis hermanos, con un cuadro complicado de salud, vino a vivir a mi casa. Se encariñó de inmediato con Makki. Cuando fue ingresado a un hospital de la ciudad, sonriendo, siempre preguntaba por ella y sobre cómo se portaba; esperaba con ansias le compartiera alguna de sus aventuras.
Un sábado por la mañana me preparaba para visitar a mi hermano en el nosocomio, cuando me di cuenta que Makki no estaba; todavía no lo comprendo, pero nunca percibí su ausencia. Salí a la calle a buscarla y nada. Debía irme, salí apresurada pero con cierta tranquilidad porque yo estaría de vuelta en un par de horas y seguro ella ya habría aparecido para entonces.
Arribé al hospital y le conté a mi familiar de la desaparición de nuestra querida Makki. Alrededor de una hora más tarde, revisé los Whatsapp y en el chat de mascotas del fraccionamiento donde vivo tenía notificación; entré a la conversación y miro una foto de mi gatita, muerta.
La vecina que publicó la imagen explicó que la noche anterior unos perros la atacaron y a pesar de que su hijo intentó rescatarla, no lo logró. Salí corriendo a casa; lloraba. Me pareció eterno el trayecto. Su cuerpo yacía calle abajo, en una banqueta, frío y endurecido, pero intacto, sólo tenía una pequeña herida en el lomo, casi nada de sangre. Parecía dormida. Supongo que la acorralaron los perros y se asustó tanto que a la primera mordida le dio un infarto.
Mientras cavaba un hoyo en el jardín para sepultarla, se acercó Chita y la olfateó. (La camita que ambas compartieron, nunca más la usó). Encima de su cuerpo coloqué el pescado de felpa con el que tanto se divirtió. Pese al dolor, la despedí con agradecimiento y amor, ese sentimiento que tanto me prodigó y enseñó durante su corta existencia. Makki fue un alma volátil, impredecible, transparente y frágil como esas pompas de jabón que flotan en el aire un breve tiempo y de pronto terminan por romperse. E4