Si algo se puede decir del presidente López Obrador de la manera como tomó la renuncia del doctor Jaime Cárdenas al Instituto Nacional para Devolver al Pueblo lo Robado, es ingratitud y mezquindad. El presidente no se equivocó en designarlo titular de una dependencia fundamental para el proyecto político en curso. Un hombre probo, preparado y auténticamente comprometido como pocos en la propuesta transformadora en curso.
El presidente no entiende las consecuencias de la renuncia. Que la haya hecho pública el doctor Cárdenas, acompañada de sus razones muestran valor y un sentido de lealtad a la causa que sería deseable que muchos de los colaboradores del actual gobierno tuvieran presente. La lealtad no es hacia la persona, sino al proyecto y sus principios. Pero también es hacia la ley, tema incomprensible para López Obrador como queda claro.
No solo la renuncia, sino los hechos a los que alude son un llamado de atención para que se enmiende camino. Contrario a lo que dice, predica y hace el presidente, no se puede prescindir de la ley para actuar. Invocar que la justicia debe prevalecer sobre la legalidad es una tesis inaceptable en una democracia. Si así fuera, habría que empezar por cambiar los términos del juramento presidencial para prescindir de la observancia de la Constitución y de sus leyes. También queda claro que el presidente invoca la legalidad a conveniencia, no como una fórmula de invariable aplicación. La justicia es un terreno cómodo para el gobernante, porque su definición es la que él mismo hace. No así con la ley.
Lo que acontece es un golpe severo en la línea de flotación del proyecto. La honestidad valiente deriva en simulación, hipocresía y arbitrariedad. Quien señala en esta ocasión no puede ser calificado por el presidente como conservador, Cárdenas es un hombre de valor y con un preciado sentido de integridad, uno de esos casos extraños: un jurisconsulto de izquierda. El presidente no puede eludir la realidad: la corrupción está presente incluso en las instituciones emblemáticas del nuevo gobierno.
Es difícil que López Obrador lo entienda. Su cruzada está más próxima a lo religioso que a lo político. Por eso exige a los suyos lealtad ciega y a los demás, sometimiento. Invoca la justicia como criterio y camino porque es el espacio que él define y determina. Para él la ley es muy incómoda y complicada, mejor la coartada justiciera. Hay que estudiar la ponencia del ministro Luis María Aguilar, respecto a la consulta para enjuiciar a los expresidentes para entender lo lejos que está el presidente del sentido de legalidad.
La mezquindad con la que actúa el presidente habla de sus insuficiencias personales y posiblemente sea una manera de proyectar el desencanto por el rumbo que lleva su gobierno. Su honestidad queda en entredicho, por más que su refugio sea la austeridad. La lucha contra la corrupción es justo lo que hace a quien ahora él denuesta y descalifica: actuar con la ley en la mano, denunciar a los corruptos y tener el valor para hacerlo público.
Presidente pendenciero
Al presidente López Obrador le apremia el tiempo. Hace bien, el periodo de gobierno se va más rápido de lo que parece. En su caso, la toma de posesión del sucesor o sucesora habrá de darse el 1º de octubre, dos meses menos por la reforma que acortó el periodo entre la elección y el inicio del gobierno. Todos los presidentes llegan muy tarde a comprender la fluidez de los acontecimientos.
Esta preocupación ha llevado al presidente a la irracionalidad en la entrega de obras. Es posible, por la disciplina propia del sector castrense, que el aeropuerto Felipe Ángeles fuera el único caso que pudiera estar operando en tiempo. Es prácticamente imposible que la refinería de Dos Bocas o el Tren Maya estuvieran en operación en lo previsto.
A esta obsesión se debe la mezquindad del gobierno en los programas para reactivar la economía o para aliviar a la sociedad por la pandemia del COVID-19 y su secuela. La ausencia de pragmatismo presupuestal tiene mucho que ver con las fijaciones presidenciales. Aún así, obras y proyectos importantes no verán feliz término.
Otear el futuro, al menos el de la gestión, es tarea obligada. A partir de la mala experiencia que le tocó padecer, Ernesto Zedillo previó desde el inicio cómo quería dejar al país. Fue criterio durante todo el gobierno; fue la primera sucesión presidencial sin crisis a lo largo de la historia nacional.
La prospectiva de López Obrador es individual, como todo lo que ha hecho en su vida. La opinión de los demás vale en la medida que le acomode, aunque sea franca mentira y manipulación como han sido los dichos y acciones del doctor López Gatell. El futuro que le viene le debería inquietar. Quizá su apuesta sea la historia como él la entiende, pero la que vale no la escribe él ni los suyos y por lo ocurrido, difícilmente saldría bien librado, no sólo él, sino quienes le acompañaron, los complacientes y los ineptos opositores.
¿Cuál será la situación del país cuando termine este gobierno? López Obrador ha impuesto su sello personal. Su persistencia que raya en la necedad significa que hacia delante habrá más de lo mismo. El sucesor no será a modo, aunque gane Morena la elección presidencial, porque la exigencia de cambio, cambio auténtico, será abrumadoramente mayor que el de continuidad. Como con todos los populistas, su ocaso trágico está escrito.
Los poderes fácticos se alinean al presidente. En eso el México de la democracia no ha cambiado. Pero de la misma forma, es predecible que conforme avance el tiempo el obsequioso e interesado aplauso ceda al reclamo. Quizás el presidente no lo advierta, pero su gobierno, como ninguno, ha sido de abuso recurrente. Hay temor y miedo en muchos (menos en los delincuentes), pero eso también al final desaparece.
México será al término de este gobierno más pobre, desigual, violento, injusto y vulnerable. Seguramente la corrupción no estará en el presidente, pero mucho será su asombro cuando advierta su persistencia. Entender esto no requeriría de mucho y haría del presidente una persona menos soberbia, más asertiva en lo positivo y mucho menos pendenciero.