Mis desaseados libros

Post mortem. Dedico este artículo, con toda mi estimación y aprecio, a mi buen y gran amigo Alfonso Vázquez Sotelo.

En el transcurso de mi vida me he venido dando cuenta de que, con alguna frecuencia, cuando termino de leer un libro cuyo interesante contenido o correcto y «sabroso» estilo literario me han llevado a la conclusión de que se trata de un buen libro, a cabo regalándoselo a alguien que considero «vale la pena». (¡La pena de desprenderse del libro, desde luego!).

Mis libros, todos los libros que he leído, empezando con los que tienen que ver con mi profesión, se encuentran literalmente «repletos» de anotaciones, subrayados, indicaciones referenciales a otros libros o escritos, y demás posibles señalamientos —a tinta, a lápiz o con crayón— que usted pudiera imaginarse.

Si usted es de los que conservan sus libros escrupulosamente pulcros y «presentables», mis respetos y, desde luego, me congratulo por ello. Pero déjeme confesarle que yo, simplemente, no puedo hacer eso. Los libros así: pulcrísimos y «callados», con olor a nuevos y enclaustrados casi «monásticamente» en el nicho de un «cuasi-religioso» librero, como si fueran vírgenes conventuales con voto de perpetuo silencio y de recogimiento… ¡me dan lástima! Considero que el presumir el «olor a nuevo» y esmerarse en poner los medios para que el mismo permanezca así el mayor tiempo posible, pudiera quizás resultar «entendible» (dada la natural vanidad y presunción humanas) cuando se trate de un flamante automóvil nuevo recién adquirido, no cuando se trate de un libro. No, al menos… cuando se trate de un buen libro. Estimo que lo que más puede «recomendar» y hacer valer a un libro es que el mismo «huela» a libro «usado», es decir… ¡A libro leído!

Yo también quise hacer un cuento

Sí. Yo también; yo también urdí en mi mente, no hace aún mucho tiempo, la idea de «inventar» un cuento navideño.

Estaba solo. Por desasirme un tanto del molesto aburrimiento y enfado que me causaba la soledad salí de casa y me pasé la «nochebuena» vagando, platicando sólo con mis pensamientos y deteniéndome de vez en cuando a mirar los juguetes colocados caprichosamente tras los cristales de los escaparates. Y esa misma noche… esa misma noche conocida como «la nochebuena», y en aquellas mismas luminosas avenidas que hacían escandaloso derroche de lujo y casi se morían de risa en la infinita variedad de sus anuncios de colores; en esas mismas avenidas todas gritería y contento, contemplé muchas de esas escenas tan hondamente tristes que salen en los cuentos, y fue entonces cuando yo también, ¡malhaya mi manera de reaccionar!, yo también tuve la «brillante» idea de hacer de toda aquella dolorosa realidad… ¡un cuento!

Sí. Y había pensado también en el «papelerito» que se quedó contemplando amargamente los juguetes «aferrados» a la tarima del aparador, y había pensado también en hacerlo que dejara embarradas sus lágrimas de tristeza ahí sobre los cristales del escaparate todavía empañados por las risas delirantes y felices de los niños ricos. Y el niño de mi cuento también iba a amanecer muerto de hambre y de frío al día siguiente, el día de Navidad, entre las inmundicias de un bote de basura o de desperdicios.

Ese iba a ser mi cuento. O quizás hubiera sido de otro modo, porque después tuve otra idea más disparatada: pensé: mejor buscaré un relato menos trillado y más original para mi cuento.

Y fue entonces cuando, ya con la pluma en la mano, listo para escribir, recordé algunas dolorosas escenas que también pude ver aquella noche; algunas no ficticias sino realisimas escenas de Navidad iluminadas desfachatadamente por las luces de mercurio de los arbotantes, y sentí vergüenza; sentí vergüenza de mí mismo, que me entretenía tontamente en hacer de todas aquellas realidades… ¡un cuento! Se estrellaron en mi conciencia las dolorosas y lamentables imágenes de aquellos pequeños seres humanos todos sucios, débiles y harapientos y sentí que los mismos con su mirada angustiosa y apremiante me suplicaban: ¡No! ¡Dígales que no! ¡Dígales que no es un cuento! ¡Pregúnteles por qué se empeñan simuladamente en decir que no nos ven, cuando en el día casi nos pisan bajo los rayos del sol y en la noche nos enceguecen con el déspota resplandor de sus luces artificiales!

Y, ante estos angustiosos gritos… retrocedí. Entendí por qué hay en las ciudades y en los pueblos muchos de esos seres humanos que se pudren en las crueldades de la miseria, frente a la indiferencia del mundo, y por eso desistí de hacer lo que a los ojos de muchos pudo haber sido no más que un cuento; lleno, sí, de escenas conmovedoras y tristes, pero, «al fin y al cabo»… un cuento.

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