Míster Hyde: la maldad que se oculta

Noches pasadas, me detuvo un desconocido en la calle Maipú. —Borges, quiero agradecerle una cosa— me dijo. Le pregunté qué era y me contestó: —Usted me ha hecho conocer a Stevenson. Me sentí justificado y feliz.

Jorge Luis Borges

En esta ocasión concentraré mi atención, de nueva cuenta, en el problema del mal, pero desde una perspectiva literaria, la de Robert Louis Stevenson. Este notable escritor inglés publicó su novela corta El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde en 1886. La trama es de todos conocida. El doctor Jekyll crea una poción capaz de dividir la personalidad de un ser humano en dos: la parte humana y la parte malvada. Cuando el doctor bebe esta pócima, se convierte en un hombrecillo perverso, en míster Hyde. Y este individuo se dedica, entre otras cosas, a pisotear a una pobre chicuela y a asesinar a sir Carew. El abogado Utterson investiga e intenta resolver el enigma.

Se dice que la historia está inspirada en la figura de William Brodie, un ciudadano del siglo XVIII, rector de una comunidad y concejal del ayuntamiento. Este hombre de día era un ejemplo de comportamiento cívico, pero de noche se convertía en jugador y ladrón y llegaba a cometer hurtos sin despertar sospechas de nadie.

No olvidemos el contexto. El autor de La isla del tesoro escribe en la época victoriana. Una era sumamente conservadora donde prima la doble moral. Las clases altas de la sociedad suelen presumir sus virtudes, cuando en realidad llevan una doble vida. La doble vida de Jekyll será puesta al descubierto en las páginas de la novela de marras.

Aunque Stevenson nunca llega a decir cuáles son exactamente los placeres que Hyde obtiene en sus infames incursiones, es seguro que este individuo experimenta cierta satisfacción al cometer sus tropelías y crímenes. El consabido sub ratione boni hace su aparición. Con esta expresión los escolásticos señalaron que «bajo la apariencia de bien» cometemos nuestros deslices, y ese bien, muchas veces cobra la forma de goce morboso. Sin embargo, hacia el final de la novela, Jekyll confiesa, una vez bebida la peligrosa sustancia: «…había satisfecho el amor al mal por el mal mismo…» (p. 103). Aquí se cae la tesis del sub ratione boni. En ocasiones se hace el mal por el mal mismo, no por adquirir algún bien en particular. Todo esto es discutible.

Pero concentremos nuestra atención en el último capítulo de dicha obra: «La confesión de Jekyll». Meditemos esta cita: «Moral e intelectualmente, me acercaba cada día más a esa verdad… que el hombre no es unidad, sino dualidad… Descubrir la dualidad humana en mí mismo y en la parte moral de mi persona…» (p. 90). En otras ocasiones hemos hablado contra el dualismo. Sin embargo, en cuestiones morales, el discernimiento nos obliga a distinguir con fineza y agudeza, el bien y el mal, y detenernos si es posible. Y digo «si es posible» porque conocemos muchos casos de personas que han perdido sin remedio el control y se han entregado al mito de lo irresistible de manera irresponsable causando estropicios a su alrededor. Stevenson lo describe magistralmente: «Mi situación se reducía a una pérdida del dominio de mi “yo” original y más perfecto, y a una incorporación a mi segunda personalidad, caracterizada por su imperfección y sus tendencias viciosas» (p. 101).

Sólo nos resta el consuelo de lo que afirma Stevenson: «…los seres humanos están formados por una mezcla de bien y de mal, mientras que Eduardo Hyde, único caso en la historia de la humanidad, es el mal en su estado de pureza» (p. 94). Seguiremos viviendo en la llamada por los teólogos morales «zona gris» y ahí habrá que discernir. Pero ni Hitler podrá encarnar el mal como Míster Hyde lo hizo. Aquí el discernimiento ético se torna del todo inútil e imposible.

Entronco finalmente con mis reflexiones anteriores. El mal está estrechamente vinculado con la mentira. To hide en inglés, quiere decir «ocultarse». El nombre de Hyde se pronuncia de igual modo. Seguramente Stevenson intencionalmente escogió este nombre para quien encarna la personificación del mal en la novela en cuestión. Y es que el mal se oculta y nos lleva a engaño. Podríamos interpretar aquí de otro modo el sub ratione boni. Bajo la apariencia del doctor Jekyll se esconde el diabólico míster Hyde. Vale la pena convertirse en «maestro de la sospecha» para desentrañar la verdad. Hoy en día, cual lobos disfrazados de ovejas, políticos y medios se aprovechan de la ingenuidad de las mayorías silenciosas y las llevan al despeñadero.

Todo son máscaras, prosopon, en griego. «Persona» proviene de prosopon. Pero la auténtica persona se despoja de la máscara, deja de ser actor, se vuelve autor y sigue los consejos de Rigo Tovar: «Quítate la máscara». Aquí la etimología no nos sirve para nada, más bien nos confunde. En cambio, en la novela, la máscara sirve para ocultar la maldad de míster Hyde. Es la despersonificación por antonomasia. Otra vez «Satán, el adversario mendaz», otra vez la mentira y la engañifa.

Muchas más cosas se pueden decir en torno a esta novela. Ha corrido demasiada tinta al respecto. Desde el punto de vista psicológico se ha hablado, por un lado, de un caso de «trastorno disociativo de la identidad» o «trastorno de personalidad múltiple» al más puro estilo de Sybil y, por otro, de un presagio de lo que luego Freud teorizó como el asedio implacable de «ello», «centro instintual», al «yo», parte consciente de nuestra psique. Pero no hay que psicologizar el asunto. El mal está siempre donde se juega la vida la libertad.

Referencia:

Stevenson, Robert Louis, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Trad. de A. Esclasans, Ediciones Coyoacán, Colección Reino Imaginario, No. 15, México, 1994.

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