Ni hablar… se le fue el país al presidente, los hechos diarios confirman tan grande catástrofe para los que, a pesar de los políticos que hemos padecido, mantenemos la confianza de que México es la casa común y los gobernantes pueden contribuir genuinamente a convertirla en refugio, centro de identidades y la base de desarrollo a partir de sus logros.
Sueños, más aún, sueños derrumbados que provocan lamentos sostenidos y monótonos que se quiebran en palabras de desamparo, sufrimiento, miseria, minusvalía social en que los gobernantes nos sumen con promesas incumplidas que son canción que no pasa de moda en su ansia de poder.
Al final, este país termina siempre por detenerse. Como al borde de un peligro, abandona de manera constante las veredas que en algún momento se pudieron abrir, merced a la fe de un pueblo que confía y confía por la esperanza de que al fin se realice la utopía soñada de realizar su vida en plenitud.
Y al final sólo hay una certeza: somos un país empobrecido por sus gobernantes. Ni siquiera se necesita ser sociólogo, etnólogo, historiador o antropólogo para saber que en la pobreza está la raíz de todos los males. En efecto, en todo el matiz de terror que se desprende de esa condición surgen todos lo males para quien quiere salir adelante.
La pequeña elite que se ha asumido históricamente como poseedora de la verdad, hace y deshace la riqueza de la patria; empobrece a sus habitantes hasta insensibilizarlos ante los problemas vitales que han de pasar. Me refiero a los hombres que han gobernado, y gobiernan hoy, enquistados en su historia con un espíritu de maldad insuperable.
Aunque cambien de jerarquía política, su comportamiento no se ha movido ni un centímetro para inclinar la balanza hacia la bondad a favor de los ciudadanos. En realidad esa elite gobernante es la misma que extorsiona, traiciona, oprime, engaña, insulta, transgrede leyes, y que en su expresión simbólica cierra sus corazones y bolsillos ante el clamor general que se alza desde el más bajo y oscuro abismo de la sociedad mexicana: la pobreza.
En una práctica que raya en el cinismo más oscuro, los políticos mexicanos se ostentan como paladines, creyentes, practicantes asiduos de religiones que dicen defender la igualdad del ser humano, pero su ética social en la práctica es tan deplorable y malsana como la del imperio romano de Tiberio, o las actitudes de Trump frente al mundo.
Sin embargo, es bien sabido también que esta situación parte de una condición económica que, históricamente también, ha dado siempre la impresión de ser algo cuidadosamente calculado, planeado y organizado para que nadie pueda salir de esa condición de pobreza.
La riqueza material de México se concentra en muy pocas manos. En la aristocracia mexicana que apela a su abolengo chafa; en manos de las familias de industriales enriquecidos a base de explotar el trabajo humano; en manos de políticos de poca monta pero habilísimos para el despliegue de argucias y malas mañas al ejercer la función pública.
El objetivo principal de estos malosos es conservar e incrementar su poder, su riqueza; nada qué ver con construir puentes para salvar los abismos de pobreza que imperan en México. La pobreza sigue ahí, como acusación diaria a la indiferencia social, al egoísmo de los ricos y a las malas actuaciones de los políticos.
El Estado mexicano gasta demasiado dinero en propaganda para autoproclamar sus logros, ejecuta programas sociales de muy escasos resultados, destina muchos recursos públicos al sostenimiento de los partidos políticos y de una burocracia inútil en los cuerpos legislativos que sostienen la estructura sociopolítica del país.
En contraparte, se emprenden pocas empresas de verdadera reforma social que ataquen la raíz donde se originan todos los problemas y se propicie una auténtica transformación que cimbre todas las estructuras.
Pero faltan políticas públicas con una visión de Estado que impacten en todos los órdenes de la sociedad para que ésta se conciba como una entidad donde el bien común sea una realidad para todos.
Cuando el presidente rifa aviones, el costo de esa puntada es desatender la aplicación de políticas públicas que fortalezcan la economía; cuando el presidente dice aplicar la ley para castigar la corrupción, pero sus procedimientos son selectivos, entonces se vuelve parcial y vengativa que reanuda la corrupción; cuando el presidente en las mañaneras juega a ser el esperado mesías, tiene todas las respuestas y entonces cierra sus oídos a la crítica; cuando el presidente destila certidumbres en sus expresiones coloquiales, abre un estado de incertidumbre en los procesos de realidad, como la pandemia y su particular forma de afrontarla.
A lo largo de sus años como candidato a la presidencia, una autoproclamada presidencia legítima, y una presidencia obtenida con el voto del malestar, le he escuchado sólo odiosos clichés y desgastados discursos en una que quiere ser apasionada condenación de los males conocidos, pero no he escuchado palabras de justicia social que luego se vinculen a política de Estado que las pongan en acción.
Como figura retórica, los pobres están, románticamente, en su discurso, pero la pobreza sigue y se ahonda porque no hay políticas públicas que se le opongan. Esto hace pensar que el Ejecutivo y su corte morenista condonan, toleran, aceptan y participan alegremente de algo malo.
Para nadie es un secreto la serie de problemas que se multiplican en el país y que se traducen en un constante padecer. Que haya problemas es normal; lo que no es normal es que éstos crezcan y se desenvuelvan con entera libertad porque se gobierna quizá con buenas intenciones pero sin visión de Estado propia de un hombre que debe entender la complejidad del país que gobierna.
AMLO no parece tener estatura de líder, pero podría tener estatura de presidente si se apoyara en el liderazgo democrático de la colectividad que constituye la arteria de todos los principios que le dan vida a una sociedad que exhiba responsabilidades, derechos, garantías y libertad para todos.
Se le fue el país al presidente por carecer de políticas públicas para atender los problemas de Estado, porque la disolución de las instituciones del país es un hecho consagrado, porque la violencia crece, porque hay un rechazo a investigar los feminicidios, porque el sistema de salud está destruido y no hay quien lo levante y la educación en un abismo, porque el descontento social se debe al repudio general inocultable —aunque el propio presidente y la jefa de gobierno de la Ciudad de México ironicen para minimizar la aparición de grupos descontentos—, porque el abismo de la pobreza más aguda está a un milímetro de todos. No hay futuro. Ni hablar.