Quienes anhelan la alternancia se muestran exasperados por la inexistencia de una figura opositora que concite por igual adhesión, confiabilidad y competitividad. Casi hay enojo y sí desesperación porque el tiempo pasa y las mediciones de intención de voto ratifican la idea de que el oficialismo ganaría con creces sin importar el aspirante. Una nueva edición de las elecciones como espectáculo, lo que no quiere decir que lo que se ve y muestra sea falso.
Sí es falso pensar que las cosas son inamovibles, también es recrear el pasado como evidencia de lo que ocurriría en el futuro, para el caso concreto, que para estas fechas Peña Nieto o López Obrador ya figuraban como opciones irrefutables para prevalecer en la elección venidera.
Lo primero que hay que considerar es la singularidad de los comicios de 2024. Hay una figura abrumadoramente influyente en positivo y negativo, más lo primero que lo segundo: Andrés Manuel López Obrador. Pero no hay ni habrá un candidato de arrastre como ocurrió en las dos pasadas elecciones presidenciales. La observación del momento debe considerar, al menos, dos eventos ilustrativos de la nueva circunstancia: los comicios intermedios y la irrupción ciudadana.
En todo caso lo más importante no es si la oposición tiene nombre o si hay oferta. Lo crucial será la manera como la desprestigiada oposición partidista resuelve entreverarse con el creciente descontento de las clases urbanas. Es una triste ironía que cuando la sociedad más requiere de renovada representación política, los partidos padecen grados inéditos de mediocridad y bien ganado desprestigio. Esto no invalida que el camino hacia adelante está en la manera como la sociedad civil preocupada por la continuidad de lo que existe haga de los partidos el vehículo para defenderse y protegerse de la regresión autoritaria.
De la dirigencia del PRI no puede esperarse mucho. Hay un doble juego y quienes allí mandan, por cálculo personal, no excluyen terminar avalando al oficialismo, aunque eso significara la fractura y que el tricolor terminara en la triste condición de satélite de Morena. La clave está en el PAN y la única ruta plausible es democratizar la selección del candidato. Todavía más, convocar por sí mismo o en acuerdo con las otras fuerzas, a la integración de un comité técnico ciudadano para que lleve a cabo la organización de una elección primaria que sirva de base para un proceso ejemplar, incluyente y participativo de democracia ciudadana y que signifique el inicio de la auténtica transformación democrática de México, una democracia para los ciudadanos, no para los partidos.
La elección primaria es la fórmula más eficaz y acabada para construir una candidatura. Sí debe emprenderse pronto y para no incurrir en las faltas del vecino, de lo que se trataría es conformar un proceso para la selección de una terna de aspirantes, para que en el periodo legal de precampañas pueda darse la elección democrática de quien habría de encabezar la oposición.
El PRD y Movimiento Ciudadano son parte relevante del proceso de agrupamiento de la oposición. También el PRI, pero no con su dirigencia actual. Las negociaciones no deben centrarse en los nombres, tampoco recurrir a respuestas falsas como es la selección por encuesta ya que lo que se requiere es que los aspirantes hagan campaña, región por región, tema por tema. Tampoco se trata de que los directivos de los partidos se despachen con el reparto de las candidaturas a gobernador y a legisladores federales anticipando las condiciones de futuro chantaje ante una situación de gobierno dividido.
Ángel, Beatriz, Claudia, Gustavo, Enrique (2), Luis Donaldo, Lilly, Miguel, Samuel, Santiago, Xóchitl y otros que así lo deseen, que participen en condiciones de equidad, libertad y con proximidad a la ciudadanía, a sus comunidades, ciudades y regiones. Hay que alejarse del espectro del gran elector y de la partidocracia, que sea el voto ciudadano quien defina quien deberá representar la voluntad de alternancia con la candidatura presidencial. Antes que el nombre el método.
Control de daños
El saldo del juicio en la Corte de Brooklyn contra García Luna tiene más daños colaterales de lo que se advierte. Los más evidentes atañen al expresidente Calderón y al PAN. Los dos tienen distintas razones y circunstancias ante el daño ocasionado. Calderón desde España ha dado la cara y aunque refiere a la insuficiencia de pruebas contundentes y convincentes por parte de la fiscalía, dice respetar las decisiones de los tribunales cuando se dan conforme a derecho, como fue el caso.
La preocupación fundamental de Felipe Calderón es el pasado, esto es, reivindicar lo que se hizo durante su Gobierno, particularmente en materia de seguridad pública. Para el PAN lo que preocupa es el futuro, que la condena pudiera afectarle como la organización política más relevante de la oposición. Calderón tiene poco que perder, el PAN mucho. Es cierto que Calderón es objeto de persecución y que el juicio contra García Luna fue una oportunidad aprovechada en su perjuicio, pero los resultados de su gestión allí están. Tiene razón el presidente López Obrador en eso de que la DEA y el gobierno norteamericano deben una explicación, ellos acreditaron, reconocieron y avalaron con creces al funcionario ahora en desgracia.
Es una paradoja que al momento mismo en el que una Corte en EE. UU. condena al responsable de seguridad pública de Calderón por sus vínculos con el crimen organizado, allí mismo se ofrezcan testimonios de personas conocedoras del tema como es el procurador en tiempos de Trump William Barr, quien afirma que fue el gobierno de Calderón el que combatió con mayor determinación al crimen. Una narrativa contradictoria, pero el tema para las autoridades, legisladores y medios de comunicación no es el pasado, sino el presente.
El presidente López Obrador vio en el juicio contra García Luna un recurso singular para desacreditar a Felipe Calderón. Tuvo éxito, más con la sentencia. Lo que no midió bien el mandatario es que el objetivo de los vecinos es influir en su Gobierno, no reescribir la historia. Son muchos los testimonios y vienen de muchas partes los que rechazan la manera como México está enfrentando al crimen vinculado al narcotráfico. Lo más preocupante no son los legisladores, ni siquiera del poderoso comité de asuntos exteriores presidido por el influyente senador Bob Menéndez. Lo que importa es lo que piense y hagan la DEA, el Departamento de Estado y la Casa Blanca. Hay insatisfacción y la presión se centra en tres objetivos: compartir información, atacar los laboratorios que procesan el fentanilo y la extradición de narcotraficantes mexicanos.
En las exigencias de las autoridades y agencias norteamericanas no figura que México someta a proceso judicial a los narcotraficantes. Esto es, no hay una demanda para que opere el sistema de justicia mexicana como medio para abatir la impunidad y de esta manera inhibir al crimen. En otras palabras, se pretende que México haga las detenciones y que los criminales sean juzgados en tribunales de EE. UU., con el agravante de que los beneficios procesales derivados de la información que proveen les da la libertad y desde esa precaria condición se vuelvan colaboradores de la fiscalía para emprenderla contra futuros funcionarios, justo lo que ocurrió en el juicio contra García Luna.
Aunque para la mayoría de los mexicanos García Luna es culpable, con o sin juicio, con o sin testimonios o pruebas convincentes, el ex presidente Calderón se ve en la necesidad de dar respuesta en términos tales que no signifiquen reconocer la responsabilidad de García Luna, de quien no se sabe, todavía, si buscaría en lo sucesivo beneficios de la fiscalía a cambio de información. Por lo mismo, el presidente no puede exponerse a un testimonio que le incrimine, porque allá esto es prueba suficiente para condenar al acusado.
El PAN debió presentar una postura oportuna y firme. El mensaje debió ser un pronunciamiento para acabar con la impunidad en todas sus expresiones; lamentar que sean acciones legales del país vecino y no las propias las que lleven a la justicia a presuntos criminales. Reiterar el principio de la igualdad de todos frente a la ley, al margen de la parcialidad y de la politización de la justicia. No ocurrió así y en el pecado lleva la penitencia.