No se necesita tanto

Viaja a un lugar donde nunca hayas estado. Visitar otros lugares es una experiencia gratificante; conoces otras culturas, lenguas y formas de vivir. Esta propuesta la puedes agregar a tu proyecto de vida. Viajar por el mundo, al menos una vez por año, te recuerda que no todo es trabajo, que las responsabilidades son importantes, pero que hay cosas que también le dan color y calidez a tu vida

Llegamos a San Luis Capital, en la Provincia de San Luis, Argentina, un primero de agosto de 2005, en plena temporada invernal para el Hemisferio Sur. Estuvimos ahí hasta inicios de diciembre de aquel año. San Luis queda a unas tres horas de Mendoza, Argentina, 260 kilómetros al Este. Paulina, mi hija, tenía seis años en ese entonces.

Escribo sobre mi estancia en Argentina porque fue, para mí, una bendición que me permitió tener una oportunidad de crecimiento personal. En aquellos años, San Luis era una entidad con 120 mil habitantes, un lugar sin contaminación, sin estar influenciada por el consumismo, ni afectada por el ruido, el exceso de gente o automóviles. Una verdadera maravilla en estos tiempos tan exigentes.

Llegamos a Mendoza por avión, donde nos esperaba nuestro amigo Julio. Como llevábamos varias maletas grandes, las enviamos por autobús. Y, mientras llegaban, nos llevaron a comer algo en Mendoza. Un menú totalmente casero y preparado en el momento. Ahí experimenté mi primera espera por la comida por más de media hora y debo confesar que me desesperó un poco.

Después, luego de tres horas de manejo, llegamos a San Luis. Nos recibió el viento Chorrillero, helándonos hasta los huesos, y, a la vez, un gran descanso del calorón regiomomtano.

Llegamos al apartamento que Ayesha y Julio, esposos, habían acondicionado para nosotros. El apartamento estaba en el piso 11 de un edificio en la calle Junín, entre San Martín y Chacabuco, y a espaldas con una gran calle que era la presidente Illia. Tuve una sorpresa muy grande al ver que ese departamento no estaba solo: tenía salita, antecomedor, recámaras con camas con sabanas y colchas, almohadas, la cocina con algunos sartenes y cubiertos y un refrigerador que estaba encendido. Parecía que unos ángeles sabían el estado anímico y el cansancio en el que íbamos a llegar. Cada vez que cuento esa historia, suelto algunas lágrimas de emoción y de agradecimiento por eso que nuestro matrimonio amigo y muchas más personas hicieron por nosotros.

Ese mismo día, Julio nos cambió algunos dólares para poder ir al supermercado y comprar lo necesario. Recuerdo mi intento fallido de encontrar mantequilla hasta que me enteré que, en Argentina, se le conoce como manteca cuando aquí en México la manteca significa algo distinto.

Llegando del supermercado, caí muerta. Al día siguiente, fui a la escuela de Paulina, donde todo estaba, prácticamente, listo, gracias otra vez a Ayesha y Julio. Su ayuda sigue indeleble en mi corazón.

El apartamento estaba muy céntrico e ideal. Contrario a lo que suponíamos, nosotros, que veníamos de Monterrey, nos adecuamos a una ciudad que era caminable por completo. Jamás necesitamos un automóvil. Podíamos llegar a pie a casi cualquier parte y eso aprendí a agradecerlo en muy poco tiempo. La escuela de mi hija quedaba a menos de 100 metros de donde vivíamos; el supermercado Aiello sobre calle Pringles, quedaba a una cuadra y media; la lavandería 5aSec sobre San Martín, a media cuadra; y hasta pude encontrar un pequeño gimnasio de Pilates a un lado de la lavandería. Otros negocios importantes eran la comida casera de Los Nonos, la panadería Crocantes, los helados de Grido y el café Bonafide sobre la avenida Rivadavia. Argentina fue un país tan amigable y agradable, que me resultó difícil regresar. Y no porque no quisiera estar en México, sino por el tiempo conmigo misma que logré estando allá.

Los primeros días en Argentina fueron difíciles. En ocasiones sentía mucha impotencia porque tenía que aprender demasiada información para poder estar ahí. Tal como el léxico prohibido, pero que todo mundo hablaba. Debía conocerlo bien para usarlo en el escenario indicado, así como sucede en todos los países. No niego que también era divertido meter la pata. Nuestro acento extranjero perdonaba todo.

Ayesha y Carissa, hermanas, me introdujeron a la ciudad. Ayesha me invitó a unas clases de baile brasilero con Alessandra, que bailaba hermoso, se hacía ejercicio de manera divertida. Ahí formé mi grupo de amigas: Carolina, Zulma, Andrea, Estela y Mariangel. Ellas me decían «La Chilindrina» o «Luisa México» o, también, «Pinche Luisa» y se reían a carcajadas.

Mi hija comenzó a ir a clases de ballet y ahí conocimos a una de sus compañeras, la Guadi, así como a sus padres, Elisa y Luis del Vitto. Guadi y Paulina se hicieron amigas; y yo me hice muy amiga de Elisa. Ella trabajaba en la Universidad Nacional de San Luis, como casi toda la comunidad académica que conocí. La inmensa mayoría pertenecíamos al ámbito científico. En ese tiempo se suponía que yo debía escribir mi disertación doctoral estando allá, y me dediqué un tiempo a eso, pero una buena parte del día la dediqué a respirar y a estar en calma, con la mente en el aquí y el ahora, cosa que jamás había podido hacer.

Otra de las adaptaciones en mi nuevo plan de vida en Argentina fue la del horario. Recuerdo que allá tomaba un café a la una de la tarde porque, a la una y media, «se iba a almorzar a casa», como me decían mis amigas. ¿Qué era eso? Me resultaba de lo más extraño. Además, poco después de esa hora, tomaban una siesta, lo que, si hubiera estado en Monterrey, la hubiera considerado el tiempo más perdido del mundo. No podía estar yo más equivocada.

Las personas llegaban a trabajar después de las cuatro de la tarde y salían a las ocho de la noche. Entonces, para ir a cenar a un restaurante teníamos que programarnos a partir de las 10 de la noche. Esto fue, al principio, inadmisible para mí, pues a esa hora, en México, estaríamos a la mitad de la cena.

En fin, me acostumbré… ¡a una pausa en la vida! Me urgía una pausa en la vida y darme cuenta de ella. Cuando lo logré, fue el inicio de una forma de ver mi realidad de manera muy diferente. Siempre había estado corriendo, siempre contra el reloj, deseando terminar las cosas antes de comenzarlas. ¿Qué necesidad era esa? Recuerdo que en San Luis cumplí mis 33 años. A partir de ellos, he dedicado parte de mi pensamiento a hacer pausas y recomenzar.

Al cabo de dos meses obtuve calma, en todos los sentidos. A la hora de comer, por fin sentí que lograba sentarme a la mesa, ¡realmente, sentarme! Puse «atención en cada alimento», sin ninguna prisa ni angustia por terminar, solo viendo y saboreando los alimentos, acción que jamás había hecho. Igual sucedió con caminar, con leer, con platicar con amigas, con escribir mi tesis. Me concentraba en lo que hacía sin tener pensamientos que me inquietaran. Disfruté cada minuto de ser y estar en ese momento.

Me trasladaba a todas partes a pie, una actividad que comencé a gozar muchísimo y que realizaba a diario: iba a mi clase de brasileiro a pie, iba a dejar a Paulina al ballet a pie. De regreso, los Del Vitto nos daban un aventón a la casa, donde les contaba a Guadi y a Paulina el chiste de la fiesta del León. Nos lo contaba mi papá. El león decía algo y la rana lo interrumpía con su «¡qué bueeenooo!» hasta que se cansó el rey de la selva y dijo que a los bocones no los iban a invitar, a lo que la rana, haciendo la boca tamaño centavo, decía «¡ay, pobre cocodrilo!». ¡Esas niñas se reían como locas!

Para mi buena suerte, el teléfono celular fallaba un día y el otro también, las llamadas muy raramente entraban. Así que dejé de preocuparme por él y terminé apagándolo en la mayoría de las ocasiones, si ese teléfono jamás sonaba y no precisamente iba a perderme en San Luis. ¿Para qué lo quería? Aprendí a no reportarme a cada rato con los demás como si fuera tarea, lo que en mi familia en otros tiempos hubiese sido motivo de gran discusión. Respiré hondo, muy hondo, y me sentía contenta y de alguna manera liberada de muchas ataduras. Este ha sido de los mejores regalos que me he dado.

Tenía en mi mente las calles de memoria y conocía a los empleados de las tiendas de tanto pasar por ahí. Yo, en San Luis, me llamaba «La Mexicana». Caminaba con gusto, disfrutaba cada lugar por el que pasaba. Saludaba a «mis conocidos» con mi acento extranjero y me sentaba en Bonafide a tomar un «cortado con una factura» —café con poca leche y un panecito de dulce— mientras veía a la gente pasar o leía el periódico.

Podríamos decir que, en San Luis, Argentina, me entró una gran paz a la mente y al alma. No había centros comerciales de locura, ni el consumismo que nos abruma y nos atrapa en urbes más complejas.

Con una oferta limitada y razonable de artículos de todas clases, dejé de necesitar por sistema y ha sido de las experiencias más liberadoras de mi existencia. Sentía mi respiración.

Los excesos de consumismo, de información por las redes sociales y otros medios de comunicación sobrepasan a las capacidades de los seres humanos hasta que los fulminan, ¿quién puede con ello? En mi propia experiencia viví la paz.

Disfrutaba tanto el día a día que necesitaba muy poco de otros satisfactores. Fue aquella la época de mi vida donde menos cosas he necesitado y en donde fui inmensamente feliz.

Al regresar a México, sentí mucho pesar por volver a un ajetreo al que no deseaba regresar ya. Algo había pasado en la pequeña ciudad de San Luis. De ahí fue que, entonces, llegara a una conclusión personal: se necesita muy poco para ser feliz. Así que buscar satisfacción en lo material o en la apariencia corporal no es la respuesta, por si creemos que lo es.

Un problema serio y actual es pensar que esa felicidad la proporcionan siempre las cosas, y que «más es más». No. Nada más placentero que obtener un bien o un servicio que sí hace falta y nada más frustrante que adquirir algo que no necesitamos. Así los objetos en exceso, la comida en exceso, la tecnología en exceso y todo aquello que no aporte al ser termina en frustración. «Todo lo que se excede viene a menos», decía mi madre.

Qué revelador es darte cuenta que todo lo que crees necesitar es una idea tuya. Y qué necesario es porque se toma una conciencia tan grande y firme como nunca creíste que podrías hacerlo.

Mis días en Argentina se fueron volando. Tuvimos que regresar a Chile antes de las fiestas navideñas y a México en enero de 2006. Al partir, dejaba tanto en aquel punto de Sudamérica. Sentía que me iba con mucho, pero no lo suficiente. Apenas comenzaba a ver mi campo que había sembrado comenzando a dar fruto.

Me di cuenta de que, verdaderamente, no necesitamos mucho para estar muy bien y sin desear. Fue una gran lección en muy poco tiempo.

¿Y tú? ¿Cuánto necesitas para ser feliz? ¿Qué te llena tu alma de vida? E4

Deja un comentario