No todo es fuerza de voluntad

A mis siete años me enteré de que estaba «gorda». Sí, señores. Quienes me conocen desde que yo era una niña saben de lo que estoy hablando; y quienes no, pues aquí se los relato. Ya fuera por el famoso bullying escolar o por comentarios familiares, me tocó ser la gorda del salón y de la familia, pues, de los primos, era la que, desde la niñez, tenía un sobrepeso preocupante.

A los siete años yo podía entender lo que era jugar con una mascota, las sumas y las restas, las oraciones con sujeto y predicado, pero ¿qué era eso de estar gorda? Sonaba a algo macabro y desconocido, también porque por más que mi mente de niña le buscaba significado y coherencia al calificativo, pues no se lo hallaba. Eso sí, como el «tono hace la canción», la voz reprobatoria de los adultos y las burlas de las niñas de mi salón se quedaba tan hondamente grabada, que, aunque yo no sabía qué estaba pasándome, estaba segura que era algo malo y sin que yo pudiera hacerlo desaparecer de mi vida. Para empezar, no tenía ni idea de cómo habían llegado esos kilos a mi cuerpo.

Comentarios como «a las gorditas nadie las quiere» fueron profecías autocumplidas en mis primeros años de escuela, pues era de las últimas que escogían para jugar al fut en el recreo. En la clase de Educación Física era de las peorcitas jugadoras de básquetbol, por lo pesado de mi cuerpo. En las tardes me la pasaba pensando por qué Dios me había hecho gorda en vez de flaca mientras me comía un delicioso chocolate Snicker’s o un buen puñado de chiclosos Brach’s. Quería con todas mis fuerzas estar delgada, pero mis hábitos alimenticios me llevaban hacia otro lado.

A los 12 años me comenzaron a bombardear las orejas palabras como «dieta», «ejercicio», «fuerza de voluntad» y, repito, el lema de «a las gorditas nadie las quiere». Esta definición era preocupante porque estaba por entrar por primera vez a un colegio mixto. Había llegado la hora de cursar la secundaria. ¿Qué iba a ser de mí en ese entorno? Pues, seguramente, cumplir el rol de la nueva gorda del salón y jamás iba a conseguir novio. ¿Quién me iba a querer con tal sobrepeso?

En aquellos tiempos, la gran mayoría de la gente pensábamos que la gordura venía únicamente del gusto por comer y de la escasa «fuerza de voluntad» que una ponía para adelgazar. «Comes como las buenas gordas», me decían, «con gran gusto y antojo». Y así comía, con desespero, con angustia, con mucho antojo, saboreaba cada bocado, «como las buenas gordas», decían las señoras que estaban gordas también, pero yo no se los iba a decir. Me daba cuenta que las amigas de mi mamá me veían mientras comía. ¡Qué sensación tan incómoda! Pero después descubrí que otras personas también me veían cómo comía. De ahí comencé, entonces, a comer a escondidas. Necesitaba quitarme tantos ojos tan castigadores.

A esos escasos 12 años comencé el sinuoso camino de las dietas. Comencé con dietas hipocalóricas que maltratan el cuerpo, que lo matan de hambre y que también matan la autoestima porque no es posible humanamente vivir con 500-800 calorías por día. Adelgazaba, me sentía «Juan Camaney», y, al poco tiempo, rebotaba y aumentaba un poco más. Era obvio el rebote: mi cuerpo estaba hambreado. Eso mismo me ocurrió a los 13, 14 y 15 años. Con pastillas de todo tipo, dietas infames, doctores insensibles y el perturbador comentario flagelante «es que no tienes fuerza de voluntad» seguido del lapidario «a las gordas nadie las quiere». Qué exclusión tan fuerte y qué impronta tan agresiva para las mujeres en términos de su cuerpo. ¿Cómo va a ser posible? Pero, bueno, las palabras de un adulto siempre serán de mucho peso para una joven, sobre todo si ese adulto es una figura de autoridad: padres, parientes, maestros, doctores, entre otros tantos.

En las casas de muchas familias existía un disco de vinilo donde salía un señor con pants y camiseta y una señora con leotardo —muy pintada y peinada de salón— haciendo gimnasia, y en la parte de atrás venían las figuras ilustradas con monitos que mostraban cómo se deberían hacer los ejercicios, así que, con algo de disciplina, según ellos, se lograría una escultural figura, adecuada para los estándares de aquellos tiempos, inicios de los ochenta. Por supuesto que alguna vez puse ese disco del famoso profesor Vellanoweth en la consola de la casa. ¡Qué aburrido! ¡Era para señoras! Ni de chiste lo volví a poner.

A mis 15 años me llegó un pretendiente. Yo ni le hacía segunda porque no venía al caso que un muchacho quisiera a una gordita. Pero un día me dio la sorpresa y se me declaró. Primero pensé que se estaba riendo de mí —«a las gordas nadie las quiere»— pero terminé por convencerme y tuve mi primer noviazgo. Me convencí de que una persona con sobrepeso sí podía tener novio y tiré la teoría que tantos años tuve, a pesar de los comentarios maliciosos de mis compañeras de secundaria que, en el pasado, me habían hasta mandado recados donde fulanito me mandaba decir «Quisiera llamarte, pero sería bueno que estuvieras más delgada». ¡Válgame, Dios! ¡Fueras Sean Connery! Pero en aquel tiempo sí me pesaban esas bromas tan hirientes.

A los 16 años se me ocurrió probar un régimen alimenticio sin matarme de hambre. Logré bajar mucho de peso —28 kilos— y me mantuve así durante mucho tiempo. Disfruté de mi delgada figura, pero, eventualmente, me sumé otros kilos de nuevo. ¿Por qué caí una vez más en esa espiral del sobrepeso? Porque no resolví la raíz de mi manera de comer compulsivamente. El gusto de estar delgada solo me duró una temporada, larga, pero finalmente volvió a mí ese fantasma. Otra vez a resonar la cantaleta de la «fuerza de voluntad».

Pasaban los años, yo veía a mi mamá preocupadísima porque ya no hallaba qué hacer para verme delgada. Ella me decía que si yo adelgazaba de una vez por todas podría ponerme toda la ropa que quisiera, cuando quisiera. En mi mente, veía ese paraíso de felicidad con las modas para delgadas, con todas las posibilidades de bienestar por una buena figura. Sin embargo, luego veía una gran barda de cemento, infinitamente alta y larga, y del otro lado estaba yo, en medio de un desierto. Así me visualizaba. ¿Cuándo iba a poder cruzarla? No tenía ni la escalera para subirme y pasar al otro lado, ni las herramientas para escalarla de otra forma.

Terminé con mi primer novio y, después de un tiempo, conocí al padre de mi hija, cuando yo estudiaba en Monterrey, a mis 22 años. Me casé con él, y debo decir que eso sucedió estando gorda. ¡Cero e iban dos! Teoría lapidaria derruida. Algo vieron los muchachos en Luisa, algo tenía de valioso, a pesar de su talla. «No todo es el peso en la vida», pensaba. «Tenemos dones y virtudes, pero estamos tan ocupados viendo el negrito en el arroz que no nos damos cuenta».

Mi historia con las dietas-rebotes siguió siendo la misma durante muchos años. En 2011 me vine con mi hija a Torreón. Para entonces, me rondaba por la cabeza que no era la comida mi problema, sino algo más. El problema estaba en otro lado y un día iba a dar con él, fuera como fuera, pero yo, tarde o temprano, sabría cuál era. Algo dentro de mí decía que eso de la «fuerza de voluntad» solo era la décima parte de la historia.

Uno de los dilemas era el juicio tan fuerte que yo misma me había puesto, además de lo que enfrentan las personas obesas ante la sociedad. Es cierto que hombres y mujeres estamos expuestos al sobrepeso, pero es más factible que, por su propia naturaleza, una mujer acumule grasa y que sea más criticada por su sobrepeso que un hombre. He presenciado conversaciones entre personas del sexo masculino y casi parece que ponen a concursar sus panzas para ver quién es el más gordo, a ver quién se come más tacos, a ver quién se ha puesto más robusto. Y, prácticamente, no es tema que mucho les importe. Pero decirle gorda a una mujer es casi pecado capital. En realidad, sí nos afecta mucho. Vale más un «estás más delgada» que un «te quiero», como en tono cómico a veces dicen los memes de las redes sociales.

Esta exposición actual a los medios de comunicación nos llega de manera tan directa que no nos permitimos salir sin filtro en las fotos. Las aplicaciones del teléfono celular ya modifican parte de nuestro cuerpo, el aspecto de la piel, el color del cabello, produciendo personas en realidad aumentada y que, cuando vemos a la persona real de frente, ¡vaya sorpresa que nos podemos llevar! ¿No les parece un maltrato real y directo a nuestra propia humanidad? Los filtros «todo arreglan», comenzando por el filtraje que ya fue usado con las fotos de las modelos en un sinnúmero de revistas. «Todo arreglan» … como si ser como somos fuera un defecto, ¡cómo puede ser posible y cómo puede caber en nosotros este pensamiento!

El problema es que, como queremos seguir estos estándares impuestos, tal vez hasta inconscientemente, deseamos pesar menos kilos —entre otros atributos— con tal de lograrlo a costa de nuestro cuerpo y nuestra salud. En el caso de los hombres, algunos quieren tener mayor masa muscular también a costa de su salud y no están excluidos de esta tendencia, pero su autoconcepto va por otro lado. Al menos, por el de una mayor aceptación a su aspecto físico, a pesar de los «detalles» que pudieran ser reflejados en el espejo.

Cuando quitemos los juicios que hacemos de nosotras y nosotros, producto de juicios externos, comentarios maliciosos, modas, introyecciones o de nuestras propias repeticiones internas, cuando estemos conscientes que lo que se nos presenta en redes sociales es una mera ilusión y logremos alcanzar un equilibrio físico, emocional y espiritual que nos dé completitud, entonces podremos encontrar el propósito que todos buscamos para nuestra vida. E4

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