No

La falacia que representa la arrolladora victoria de Andrés Manuel López Obrador en el 2018 como simulación de una democracia que no contempla otros instrumentos de análisis más allá del voto, constituyen el planteamiento puesto sobre la mesa, con descaro y cinismo, de una serie de fallas y desaciertos que, de ninguna manera, pueden ser calificados como si hubieran ocurrido por casualidad.

Nada de eso; hay, por el contrario, un hilo conductor que permite ver el tejido de una trama sumamente compleja orientada hacia la consecución de un objetivo: la búsqueda de un poder, a todas luces desmedido, aunque para ello se tuviera que ir minando poco a poco la capacidad de respuesta de los ciudadanos mexicanos, a través de múltiples estrategias —educativas, laborales, de impartición de justicia, de acceso a la salud, medios de comunicación— que los fueron despojando de todos sus atributos que, se supone, tiene un ser humano haciéndolo dependiente, como un niño pequeño que necesita que lo lleven de la mano porque no alcanza a comprender el mundo que le rodea.

En otras palabras, pues, haciéndolo un individuo que complementa un mecanismo que se mueve al gusto de los que pueden gobernarlo porque sólo es una pieza más de esa maquinaria; es decir, un individuo con ciudadanía incompleta porque le falta lo mejor y más elevado: la conciencia.

Tengo muchos años a cuestas y más de medio siglo de vida me han dado la visión de un México tremendamente desgarrado por una serie de luchas internas que reflejan los estirones que se dan los distintos poderes que se disputan la supremacía de un poder mayor e irracional.

En ese estira y afloja terrenal, el pueblo mexicano ha sido perseguido, minado, humillado y depredado hasta dejarlo en la más absoluta de las indefensiones. Y todo eso ha hecho que hoy estemos en trance de disolución debido a la anarquía y al derrumbe moral de los hombres y las instituciones en que se pretende cifrar su estabilidad y desarrollo.

He escrito este artículo porque me consume el miedo con el que desperté una mañana después de un mal sueño provocado por los signos de la violencia que sufre mi patria. Durante el tiempo que debiera estar consagrado a la paz y a la tranquilidad del descanso nocturno, una balacera intensa había ocupado las horas de la madrugada dejando una estela de pavor y de incertidumbre entre quienes fuimos testigos auditivos de ese evento del mal.

A partir de ese momento, la conciencia fue un agudo aguijón que llevó a mi atención a ocuparse de cada evento relacionado con la violencia derivada de las actividades del crimen organizado que golpeaba la paz y la tranquilidad de las familias de mi ciudad, de todas las ciudades de mi patria, a grado tal que ni los eventos de guerra cruciales en la historia de mi México, dejaron la estela de agónica incertidumbre como padece el hombre común de mi país por estos tiempos.

Por eso escribí este artículo, porque no puedo permanecer indiferente ante esa máscara que se descompone frente a mí en distintos trazos de una realidad que dejó de ser digna de vivirse con alegría en un país a quien la retórica política le ha dado un giro sustancial poniéndola en el mismo plano de la escenografía teatral: es decir, falsa. Puro espejismo que esconde el verdadero rostro de una nación que se derrumba creando un Estado fallido —más aún: de una ausencia de Estado— que ninguna democracia ha podido enderezar.

Y no puedo permanecer indiferente porque ante esos hechos, me duele mi país. A lo largo de varios años, he visto que, sin que nos diéramos cuenta, sus calles solas a hora temprana de la noche en las ciudades, se fueron convirtiendo en una cuchillada que ha cortado de cuajo las voces de algarabía que en otro tiempo remitían a la noción de tranquilidad y hacían pensar en la posibilidad de concretar ese concepto tan difuso y confuso, por abstracto, como es la paz.

Por eso, insisto, escribí este artículo, porque la contundencia de esa máscara que se descompone frente a mí en diferentes trazos de una realidad que dejó de ser digna de vivirse, ha impuesto la desesperanza y la cancelación del futuro como formas sustanciales de estar en un mundo construido por una civilización; es decir, con instituciones, con orden, con derechos, con apego a leyes.

Este es un artículo de lamentos, de ecos impresos en la evocación de una memoria que recoge las voces hipotéticas de los que han sido víctimas directas de la maldad que habita en cada rincón de mi patria, pero también de los que sufrimos la agonía de contemplar el desmoronamiento de esta casa de todos ante la complacencia del poder público que se regodea en la interminable autocontemplación y el autohalago desmedido y, por ello, insultante.

Este texto es, en efecto, un artículo de lamentos, de lo que se esconde en cada signo de violencia de que dan cuenta, apenas someramente, los medios de comunicación. Y lo que se esconde es el miedo, la desesperanza, la agonía lenta de una ciudadanía que se derrumba cada día porque su realidad concreta no se corresponde con la realidad construida desde el discurso oficial e impuesto a través de las instituciones.

País sin memoria, hoy nos vuelve a pasar. Los diecinueve cuerpos calcinados en Santa Anita, municipio de Camargo en Tamaulipas, vuelve a ser el más contundente de los argumentos que desmienten cualquier hermoso discurso oficial que pretenda decirnos que en cuestiones de seguridad todo está bien. Son acontecimientos fuera de equilibrio y de cordura desatados en la vorágine de muchos años de terror en mi México contemporáneo, el que vivo, sufro y padezco a diario.

Experto en el despliegue de cortinas de humo para encubrir los acontecimientos que ocurren con aterradora transparencia, el gobierno en turno que gobierna este país, no encontró mejor manera que manipular a su antojo el contagio de COVID del mandatario mexicano.

No. Resulta inadmisible tal bruma cuando tenemos una tragedia de dimensiones terroríficas concentrada en 19 cuerpos calcinados. De esos hechos, hasta hoy, nadie ha dado cuenta con contenidos de verdad.

Así pues, No.

San Juan del Cohetero, Coahuila, 1955. Músico, escritor, periodista, pintor, escultor, editor y laudero. Fue violinista de la Orquesta Sinfónica de Coahuila, de la Camerata de la Escuela Superior de Música y del grupo Voces y Cuerdas. Es autor de 20 libros de poesía, narrativa y ensayo. Su obra plástica y escultórica ha sido expuesta en varias ciudades del país. Es catedrático de literatura en la Facultad de Ciencia, Educación y Humanidades; de ciencias sociales en la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas; de estética, historia y filosofía del arte en la Escuela de Artes Plásticas “Profesor Rubén Herrera” de la Universidad Autónoma de Coahuila. También es catedrático de teología en la Universidad Internacional Euroamericana, con sede en España. Es editor de las revistas literarias El gancho y Molinos de viento. Recibió en 2010 el Doctorado Honoris Causa en Educación por parte de la Honorable Academia Mundial de la Educación. Es vicepresidente de la Corresponsalía Saltillo del Seminario de Cultura Mexicana y director de Casa del Arte.

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