El Constituyente de Querétaro estableció en 1917 que los ministros de la Suprema Corte serían designados por ambas Cámaras federales, reunidas en asamblea con el carácter de Colegio Electoral, de entre las propuestas que hicieran los Congresos locales. Sistema obviamente defectuoso, al que no vale la pena hacer mayor referencia.
Once años después, en agosto de 1928, se modificó la Constitución para establecer, copiando en lo esencial el sistema norteamericano, el modelo que prevalece hasta la fecha, aunque con cambios relevantes a partir de diciembre de 1994.
En un relativamente extenso y enredado párrafo, en 1928 el artículo 96 de la Constitución quedó redactado así:
«Los nombramientos de los ministros de la Suprema Corte serán hechos por el Presidente de la República y sometidos a la aprobación de la Cámara de Senadores, la que otorgará o negará su aprobación dentro del IMPRORROGABLE TÉRMINO DE DIEZ DÍAS. Si la Cámara no resolviere dentro de dicho término se tendrán por aprobados los nombramientos».
Bueno, pues a pesar de tal posible aprobación ficta, el párrafo decía a continuación: «Sin la aprobación del Senado, no podrán tomar posesión los magistrados nombrados por el Presidente de la República».
Por fin, ¿se tenían por aprobados los ministros nombrados sobre los que no resolvía el Senado? El texto constitucional decía que sí. Pero enseguida señalaba que sin tal aprobación «no podrán tomar posesión» del cargo. ¿Entonces? Averígüelo Vargas.
En el mismo tono de galimatías, el texto del mencionado artículo 96 constitucional planteaba las hipótesis de lo que sucedería si el Senado, hasta en tres ocasiones, no resolvía o desechaba las propuestas de ministros que hiciera el presidente, siempre, en cada caso, en el improrrogable término de 10 días.
Al reformarse en diciembre de 1994, el artículo 96 de la Carta Magna quedó redactado en dos párrafos, cuyo texto es el siguiente:
«Para nombrar a los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el Presidente de la República someterá una terna a consideración del Senado, el cual, previa comparecencia de las personas propuestas, designará al Ministro que deba cubrir la vacante. La designación se hará por el voto de las dos terceras partes de los miembros del Senado presentes, dentro del IMPRORROGABLE PLAZO DE 30 DÍAS. Si el Senado no resolviere dentro de dicho plazo [de 30 días] ocupará el cargo de Ministro la persona que, dentro de dicha terna designe el Presidente de la República».
El segundo párrafo dice así: «En el caso de que la Cámara de Senadores rechace la totalidad de la terna propuesta, el Presidente de la República someterá una nueva en los términos del párrafo anterior. Si esta segunda terna fuera rechazada, ocupará el cargo de Ministro la persona que, dentro de dicha terna, designe el Presidente de la República».
La reforma de 1994 en esta materia, mala copia de la Constitución norteamericana de 1787, tuvo dos avances indiscutibles: 1) Que los tres candidatos del presidente para cubrir cada vacante, deben comparecer ante el Senado antes de ser votados, y 2) que quien resulte designado lo sea por mayoría calificada de las dos terceras partes de los senadores presentes.
Tuvo sin embargo tal reforma al menos tres defectos, que la hacen notoriamente imperfecta. El primero, que sea el presidente quien designe directamente al ministro en el caso de que el Senado no resuelva en 30 días, al presentársele la primera terna; el segundo, que sea igualmente el Ejecutivo quien decida, en el caso de que la segunda terna que presente sea rechazada por el Senado.
Y el tercero, sujetar al Senado a un plazo improrrogable de 30 días para resolver, toda vez que un proceso de esta naturaleza exige mucho más tiempo para desarrollarse bien, como sucede en EE. UU.
Tal término de 30 días, corto en realidad, impide la transparencia y favorece la opacidad, como ha quedado patente en el caso de la ministra Yasmín Esquivel, pues si el presunto plagio que se le atribuye hubiere sido detectado cuando se le incluyó en la terna presidencial, no habría sido designada ministra, de la misma manera como el pasado 2 de enero, por esa causa, no fue electa presidenta de la Corte.
Finalmente, el sistema en vigor contiene un evidente incentivo perverso. Si en México hay al menos 300 mil abogados que reúnen los requisitos formales para ser designados ministros de la Corte, bastará con que el presidente de la República proponga, cada vez que haya una vacante, primeras y segundas ternas de licenciados en derecho de medio pelo para abajo, que no le sean aprobadas por el Senado, para que sea su sola voluntad, la del Ejecutivo, la que termine designando a los integrantes de la Corte, por de foul. El tema da para más.