Nuestro presidente: pobrecito

Siempre ha existido una clase de individuo presuntuoso que se cree el centro de donde parten todos los elementos de explicación del mundo; en su extravío también se cree dueño de todas las verdades. El tiempo puede certificar su existencia, como puede certificar el hecho de que, en el fondo, no es más que un necio.

Su principal monomanía es la de tener las soluciones precisas para todos los problemas con que una sociedad se enfrenta en el tejido de sus relaciones. Esta clase de individuo es un pedante, de trato sumamente desagradable, de quien la gente seria e inteligente podría reírse indefinidamente, aunque no lo hace porque la gente seria e inteligente percibe con claridad lo que en el fondo esta clase de individuo es en realidad, un sujeto dañino para el equilibrio de una sociedad.

Su ridiculez, al quedarse fuera del círculo de la inteligencia, lo ubica en el pedestal de la falsedad, donde se siente a gusto y se mueve como pez en el agua.

Esta clase de individuo lleva en México la detestable etiqueta de político, cuya galería es amplia, vergonzosa y ridícula en la historia de este país. Y de esos tenemos muchos, uno en particular, cuya voz cansina y apagada está reduciendo a cenizas la construcción de instituciones que tanto le costó al país en el pasado reciente y por las cuales se había ganado la respetabilidad de muchas naciones.

¿Cómo es posible que la ciudadanía mexicana se entusiasme tanto con esta clase de pedantes, hasta el punto de encumbrarlos como sus gobernantes más queridos? Quizá es una especie de entusiasmo ingenuo en las mentes pequeñas que caen rendidas ante cualquier campaña publicitaria que los hace herederos de las verdades absolutas, y que prometen beneficios aunque no solucionen los problemas vitales de la sociedad.

En términos de generalidad, este gran gandalla es el político mexicano que, una y otra vez, aparece en escena para encumbrarse como el mejor representante de una inteligencia sin sustancia, de un accionar perverso y aniquilador de una conciencia ciudadana que, cada vez también y con mayor presteza, les entrega las riendas de una nación que va, irremediablemente, hacia el abismo.

Este político mexicano es el que se enriquece impunemente después de su gestión de administración pública, el que no pisa la cárcel, aunque haya robado miles de millones de pesos de los fondos de la nación, el que se apropia de grandes extensiones de tierra para convertirlas en ranchos de fines de semana, improductivos y que constituyen una carga más para el ciudadano, y luego se le engrandece con otro cargo público como «premio a la corrupción», hoy llamada desde la más alta tribuna: lealtad a ciegas.

El juego de las complicidades es inagotable y de costos muy altos para un país que ha malentendido la democracia, y ha desvirtuado la participación ciudadana en un juego también de perversidades promovidas desde el Gobierno en turno que entrega, como ofensiva dádiva a la inteligencia, una vulgar pensión o beca, porque no puede entregar gobernabilidad.

Ante esa sordera de quien no oye la voz colectiva, ante la ceguera de quien se niega a ver el estado de urgencia de millones de gentes sumidas en la pobreza, el abandono y el desdén, y ante el despilfarro verbal de quien no deja de hablar cada mañana para suprimir la voz del otro, es la inteligencia la que debe sobresalir.

Mantengo la esperanza de que, vía la inteligencia que sí posee el ciudadano mexicano, pueda resultarnos clara la gama de mentiras desplegadas a diario desde la mañanera ante una ciudadanía a la que consideran en un insultante estado de minusvalía mental.

Si la inteligencia nos da para comprender eso, entonces es probable que el ciudadano recupere su voz propia, su autonomía y su desmarque de esa clase política que ha depredado a este país y que de manera recurrente, como ahora, nos presenta la farsa de una democracia que sólo legitima el quehacer de esta bola de rufianes que se han repartido el país como un botín obtenido después de un robo descarado.

Los latinos, representados por Séneca, mantenían la siguiente divisa: audi, vidi, taci, aplicándola a todos aquellos que no escuchan, no ven y que hablan y hablan para inhibir la voz del ciudadano, porque se creen dueños de todas las verdades.

En México padecemos a sujetos a quienes mantenemos de por vida en una burocracia cara e ineficiente, generalmente emanada de las nóminas de los partidos políticos. Todos esos holgazanes, pequeños reyezuelos de estatura mínima son, sin embargo, poseedores de territorios simbólicos donde ejercen su bajeza gracias a un poder que la democracia de sufragio, en la que sólo cuenta el voto y no la conciencia con que fue emitido, les otorgó en las urnas.

Pero si la democracia de sufragio creó a todos estos reyezuelos, lo masivo, es decir, la nada en el valor, se lo otorgaron ellos mismos. Reyezuelos masivos, de la nada, han construido una jerarquía indeseable que pasa por la figura presidencial, diputados, senadores, gobernadores, alcaldes, secretarios de estado, rectores de universidades y, en fin, toda la burocracia que impera en el orden del poder.

Cuando la historia se vuelve real y la civilización se va quedando vacía de ese impulso creador que es la cultura, entonces esa civilización pierde arraigo y fundamento.

Y en esas andamos. Hemos perdido arraigo y fundamento cuando ya no somos capaces de fraguar valores encarnados en personajes, puntos de vista convertidos en maneras de ser, de vivir, o asumir actitudes destinadas a decantar personajes que sean modelos a seguir.

El discurso político, a pesar de su prodigalidad en la palabra, jamás alcanzará la gran dosis de verdad y contenido humano que tiene el discurso literario, por ejemplo. Entonces, ¿no sería mejor desterrar ese discurso históricamente tan dañino que ha empobrecido al máximo al ciudadano? La dimensión de desmesura con que se toma el discurso vacío de la política produce hartazgo.

Pobrecito de nuestro presidente, embelesado con su propia voz, no se ha dado cuenta que hay otro discurso que clarifica el concepto del mundo, pues es un ejercicio lúdico de reconocimiento de las áreas más ocultas del ser humano.

Pero mi presi está muy lejos de saber que existe otra clase de discurso llamado literatura, responsable de los cambios esenciales de la humanidad. Ni siquiera su cercanía con la historiadora del Sistema Nacional de Investigadores —la no primera dama—, podrá revelarle el hecho de que cuando la literatura se hace música, una parte del individuo, una parte de una pequeña colectividad y una parte del mundo tiene luz, y su resplandor es una de las experiencias más bellas e inolvidables del espíritu.

Y ante ese gran discurso, la soberbia se empequeñece, la visión opaca se llena de luz, la sordera abre sus umbrales para dejar oír. El discurso literario, sobre todo, hace posible ensanchar el horizonte para mirar el mundo tal y como es, porque la literatura certifica la existencia de la posibilidad, esa realidad donde se fragua el mundo verdadero.

San Juan del Cohetero, Coahuila, 1955. Músico, escritor, periodista, pintor, escultor, editor y laudero. Fue violinista de la Orquesta Sinfónica de Coahuila, de la Camerata de la Escuela Superior de Música y del grupo Voces y Cuerdas. Es autor de 20 libros de poesía, narrativa y ensayo. Su obra plástica y escultórica ha sido expuesta en varias ciudades del país. Es catedrático de literatura en la Facultad de Ciencia, Educación y Humanidades; de ciencias sociales en la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas; de estética, historia y filosofía del arte en la Escuela de Artes Plásticas “Profesor Rubén Herrera” de la Universidad Autónoma de Coahuila. También es catedrático de teología en la Universidad Internacional Euroamericana, con sede en España. Es editor de las revistas literarias El gancho y Molinos de viento. Recibió en 2010 el Doctorado Honoris Causa en Educación por parte de la Honorable Academia Mundial de la Educación. Es vicepresidente de la Corresponsalía Saltillo del Seminario de Cultura Mexicana y director de Casa del Arte.

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