País de preguntas

En 2021, México conmemorará dos acontecimientos esenciales de su historia: la caída de la gran Tenochtitlán y el comienzo del período novohispano que sentó las bases de la nación que hoy somos. Los dos son de vital importancia pues, en lo más hondo de su significación, constituyen en buena medida la columna vertebral en que se sostiene la estructura del país que vivimos todos los días.

La conmemoración no es asunto trivial; antes bien, representa la posibilidad de hacer una pausa para mirar serenamente, con la lejanía que imponen tantos años, a ambas epopeyas de nuestra nación. A esa distancia ya se pueden medir con la suficiente objetividad sus alcances y sus logros sin riesgo de sucumbir ante los arrebatos de la emoción que se desborda hacia uno u otro de los extremos.

Y en el espacio impuesto por esa distancia, es posible introducir algunas preguntas de obligada necesitad: ¿Qué fue lo que realmente cambiaron esos eventos? ¿Valía la pena apostar a que la violencia crearía un nuevo orden en la configuración de nuevas comunidades, con mayores perspectivas de igualdad? ¿Por qué en el curso de la primera década del siglo XIX se pensó dejar la tutela española para ser independientes sin antes haber creado un concepto de sociedad sin conquistadores ni conquistados, sin ganadores ni perdedores? ¿Por qué un siglo después se pensó levantar en armas a un pueblo y luchar por la conquista de tierras si, más tarde, el Estado mismo violó de la manera más impune todo el ideal agrario para crear infinitos pequeños feudos fundados en el robo o el despojo de tierras a los propios campesinos? ¿Dónde están los avances, si es que los hubo, propiciados por esos movimientos de acción? ¿Fueron realmente eficaces? ¿Para qué todo eso? ¿Acaso el México contemporáneo no se debate entre la polarización, índices de pobreza, desempleo, atraso y otras lindezas que ya antes se han padecido?

La respuesta a esas preguntas es todavía una válida y legítima por su valor de utopía: para fundar una sociedad protegida por dos valores esenciales de las comunidades humanas de cualquier tiempo y espacio: la libertad y la ley. Ambos valores de capital importancia para las sociedades de los siglos XIX y XX fundadas en la democracia y que hoy seguimos persiguiendo con afán porque al final se percibe la certeza de que el punto de llegada es mejor que este donde ahora estamos anclados.

En una perspectiva histórica cuya objetividad es impuesta por la lejanía, la validez de la respuesta, parece haber sido traicionada una y mil veces. En el contexto de nuestra historia patria, muy pronto las aristocracias surgidas del movimiento de Independencia en 1810 y los generales revolucionarios de 1910, que terminaron siendo políticos, entendieron que el poder adquirido durante el desarrollo de ambos eventos, les daba el derecho irrevocable de tomar prisioneros, incendiar pueblos, exigir tributos y regalarse a sí mismos tierras y aguas, si más extensas y abundantes, mejor.

Y hoy, las cosas no parecen mejorar lo que históricamente hemos padecido. Quizá porque, a fin de cuentas, la utopía no parecía ser buena para un pueblo ignorante, atrasado, con espíritu de siervo, según la percepción de las clases dominantes. Era más conveniente cambiar la utopía cargada de sueños, por el inmediato y práctico tutelaje de las jornadas de muerteen la minas de oro y plata, la dependencia absoluta de la tienda de raya en las haciendas, el nuevo esclavismo en las casas señoriales o en las fábricas del naciente capitalismo mexicano, para darles a ellos, a todo ese ejército de mano de obra barata que ya empezaba a emerger desde la medianía del siglo XIX, la garantía de un salario que los llevó directamente a los pequeños alivios del alcohol, las fiestas comunales y la fe desbordada, con tintes de fanatismo, en procesiones y peregrinaciones a los santuarios del catolicismo; en la actualidad, además de lo anterior, la garantía es el deporte organizado, la cultura manejada como subproducto de consumo, la ignorancia sostenida y la destrucción de la conciencia ciudadana a fin de aceptar, sin cuestionamiento de por medio, los dogmas de una política asistencial inmisericorde que fractura la estructura socioeconómica de México y que nos conduce, a sabiendas, hacia un desfiladero sin fondo.

Esa nueva casta surgida de los dos eventos más esenciales de este país, se sintió con el derecho de abrir los caminos que les eran de utilidad y conducir de la mano a una sociedad infantil, sin crecimiento intelectual, señalándole todo lo que debía hacer y ser, pensando, decidiendo y actuando por ella bajo el discurso retórico de que era lo mejor, lo que les convenía para no salirse de un destino que, en realidad, ellos le trazaron en lo oscuro y que hoy, quinientos años después, el partido político en el poder, y que dice ser el depositario del capital simbólico ciudadano, no ha querido ponerle luz, aunque todos los días lo contemple desde las sombras de, las mañaneras; por cierto, también simbólicas por la penumbra que destilan.

Dos eventos, en efecto, importantes pues brindan la oportunidad de hacer un ejercicio de reflexión profunda que nos permita, quizá, obtener algunas respuestas en torno a las múltiples preguntas que se abren con sólo pensar la realidad presente.

Preguntas ¿cómo cuáles?

Bueno, qué le parece estas: ¿Por qué miente el presidente? ¿Por qué en lugar de construir un futuro piensa más en vengar agravios del pasado? ¿Por qué la violencia en su sexenio resulta imparable? ¿Por qué no hay políticas públicas que atiendan, sin asistencia de por medio, los problemas vitales de una sociedad agraviada, empobrecida, humillada? ¿Por qué se agravia y se humilla de la manera más impune a los pobres del pueblo que dice proteger convirtiéndolos en piltrafas sin vocación de desarrollo? ¿Por qué no escucha las voces inconformes que proclaman a diario que sus problemas sean atendidos? ¿Por qué se tiene la impresión de que casi cien mil muertos por la pandemia no importan? ¿Por qué esos afanes de polarización en lugar de trabajos conciliatorios con las diferentes fuerzas de la sociedad? ¿Por qué la no primera dama del país puede acceder al sistema nacional de investigadores en el más alto nivel mientras investigadores y científicos de la mayor investidura batallan para desarrollar su trabajo?

Son sólo preguntas que se abren ante dos fechas conmemorativas importantes que ponen sobre la mesa de discusión los problemas más vitales de este país. Sólo preguntas. Nada más.

San Juan del Cohetero, Coahuila, 1955. Músico, escritor, periodista, pintor, escultor, editor y laudero. Fue violinista de la Orquesta Sinfónica de Coahuila, de la Camerata de la Escuela Superior de Música y del grupo Voces y Cuerdas. Es autor de 20 libros de poesía, narrativa y ensayo. Su obra plástica y escultórica ha sido expuesta en varias ciudades del país. Es catedrático de literatura en la Facultad de Ciencia, Educación y Humanidades; de ciencias sociales en la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas; de estética, historia y filosofía del arte en la Escuela de Artes Plásticas “Profesor Rubén Herrera” de la Universidad Autónoma de Coahuila. También es catedrático de teología en la Universidad Internacional Euroamericana, con sede en España. Es editor de las revistas literarias El gancho y Molinos de viento. Recibió en 2010 el Doctorado Honoris Causa en Educación por parte de la Honorable Academia Mundial de la Educación. Es vicepresidente de la Corresponsalía Saltillo del Seminario de Cultura Mexicana y director de Casa del Arte.

Deja un comentario