País de utopía

Uno de mis dos únicos asiduos lectores, mantiene por el presidente de México un sentimiento que alcanza status de adoración. Para él, es un mesías, no necesariamente tropical como lo definiera un intelectual de esos a los que el presidente llama orgánicos, sino uno auténtico que llegó a la presidencia para proclamar la salvación del país.

Me asombra su adoración; naturalmente respeto su postura. Él me acusa de ser un conservador y estar afiliado al viejo régimen y se niega por sistema a dialogar conmigo e intercambiar ideas sin que ello signifique ni debate ni esgrima persuasiva para aniquilar al otro.

Desde luego su acusación está totalmente fuera de cauce. Quienes han seguido mi trayectoria periodística pueden constatar mi postura crítica frente al Gobierno en turno, así como a todos los partidos políticos que se disputan, insaciables, el poder y las riquezas de mi patria de la manera más perversa.

Verde blanco y rojo, azul, amarillo, naranja, verde y guinda, han convertido el escenario político de México en un deplorable pantano que lo ensucia todo. Y yo soy, como diría el poeta Díaz Mirón, ave que cruza el pantano y no se mancha porque mi plumaje es de esos.

Pero los puntos de vista de mi asiduo lector me permiten reflexionar respecto del entorno político que priva en estos momentos en México y el presente artículo está hecho para que cuando me lea en este este espacio, podamos ser interlocutores pues en la vida cotidiana el privilegio del diálogo está totalmente cancelado, como lo que ocurre en la vida ordinaria de México con un presidente que no quiere escuchar a nadie que no concuerde con su línea de pensamiento.

Pienso que el presidente Andrés Manuel López Obrador ha construido una utopía para este país. No sería malo, de principio, pero hay un problema de fondo: la utopía está fundada siempre en una incapacidad para percibir y valorar una o varias crisis del momento histórico en que surgen las utopías.

La hipótesis sugiere que la utopía se origina cuando existe un sentimiento de abandono experimentado por el individuo, por muchos individuos o la sociedad entera. Surge cuando existe la sensación de haber sido arrojado a la existencia sin una necesidad. Ya no digo que lo justifique, sino tan siquiera que lo explique.

Con ese telón de fondo como sostén de una serie de acciones que se justifican a sí mismas, todo utopista se concibe como un ser señalado por el destino para reformar la sociedad de su tiempo. Esa concepción de buenos deseos crea en la cabeza de quien lo ideó una nueva orientación, un nuevo modo de producción, una nueva forma de relación y una nueva sociedad.

Pero la utopía se caracteriza por poner el acento en la negación del conocimiento racional para la acción sustituyéndolo por una postura contrariamente férrea que tiene la función de instaurar un sueño tranquilizador, negador de toda angustia y ansiedad ante los embates de la realidad. El utopista se vuelve un ser que ofrece esperanzas e ilusiones sin asiento en la realidad.

Y la oferta siempre encuentra seguidores porque la utopía triunfa en la incertidumbre para generar otra certeza: el reino del hombre convertido en un mundo estático viviendo un eterno presente.

En otras palabras, la utopía convierte el impulso inicial en una verdadera ciencia ficción que niega la miseria del presente para buscar refugio en el futuro que se promete encantador.

El futuro radiante promete siempre una admirable y tranquilizadora simetría que reintegra a los individuos a la armonía del universo como un nuevo nacimiento, una nueva transformación, se diría en los términos del presidente de México.

No todo es bello, sin embargo, pues toda utopía marca una voluntad de retorno a estructuras coercitivas idénticas a las de las civilizaciones tradicionales o, si se quiere, a regímenes políticos del pasado.

López Obrador ha convertido a México en un país de utopía, su utopía personal. Por eso en su percepción el país marcha viento en popa. Todo está bien, aunque los datos, sus propios datos, digan lo contrario e impacten la estructura de sus sueños.

Por eso el presidente mantiene la imagen clara del éxito en su superfarmacia como solución a la carencia de medicinas y se niegue a ver que la expropiación al Instituto Mexicano de Seguro Social de estos recursos crea una doble burocracia que lo complica todo.

Por eso el presidente ve en su aeropuerto personal la solución plena a los problemas en ese rubro para México, aunque ignore sistemáticamente el fracaso que, para disimularlo un poco, ha necesitado el impulso de los decretos presidenciales para hacerlo funcionar como terminal de carga, por lo menos.

Por eso el presidente mantiene una férrea terquedad en la refinería Olmeca o en Pemex —por cierto, emblemas retóricos del PRI, el viejo régimen que tanto dice odiar— cuando la contemporaneidad le señala a gritos otras opciones en concordancia con la nueva realidad del mundo.

Por eso el presidente ve en la violencia generada en el país por la falta de políticas públicas para atender esa anomalía sólo el pretexto de los medios de comunicación que manipulan esa información para afectar la buena marcha del país.

En fin, puedo seguir dando ejemplos. Pero ya.

No, el país no necesita ser convertido en una utopía; tampoco necesitamos de utopistas atiborrados de fantasías que desean construir un Estado modelo para el pueblo sabio gracias a los pensamientos iluminadores de sus protagonistas en el poder que reclaman la adhesión total de sus gobernados.

Lo que necesitamos es una base ciudadana que sea el sustento para construir el Estado mexicano; que, por el ciudadano debido a la constancia de su adhesión, sea él por quien subsista el Estado y que no recaiga en un dirigente, aunque haya sido electo legítimamente y mantenga a lo largo de su gestión una popularidad de estrella del espectáculo.

Para que el Estado mexicano sea fuerte necesita que su solidez no esté fincada en el cerebro de un iluminado que permanece anclado en el presente eterno de su sueño y en una eterna felicidad, sino en la ciudadanía para todo sea asumido con responsabilidad, con la proyección de un futuro basado en la razón y no en el chispazo de la ocurrencia, garantía, por cierto, el fracaso seguro.

San Juan del Cohetero, Coahuila, 1955. Músico, escritor, periodista, pintor, escultor, editor y laudero. Fue violinista de la Orquesta Sinfónica de Coahuila, de la Camerata de la Escuela Superior de Música y del grupo Voces y Cuerdas. Es autor de 20 libros de poesía, narrativa y ensayo. Su obra plástica y escultórica ha sido expuesta en varias ciudades del país. Es catedrático de literatura en la Facultad de Ciencia, Educación y Humanidades; de ciencias sociales en la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas; de estética, historia y filosofía del arte en la Escuela de Artes Plásticas “Profesor Rubén Herrera” de la Universidad Autónoma de Coahuila. También es catedrático de teología en la Universidad Internacional Euroamericana, con sede en España. Es editor de las revistas literarias El gancho y Molinos de viento. Recibió en 2010 el Doctorado Honoris Causa en Educación por parte de la Honorable Academia Mundial de la Educación. Es vicepresidente de la Corresponsalía Saltillo del Seminario de Cultura Mexicana y director de Casa del Arte.

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