Pascal, el genio escrupuloso

Queriendo profundizar en las cosas de la religión, Pascal se ha vuelto escrupuloso hasta la locura.

Leibniz

Seguimos celebrando los 400 años del nacimiento del genio francés Blas Pascal. En esta ocasión me concentraré no tanto en los pensamientos, sino en la tormentosa vida de quien nos legó, a la ciencia y a la filosofía, interesantes aportaciones.

Pascal era jansenista. El jansenismo fue un movimiento y una doctrina que exageró los planteamientos de san Agustín en torno a la influencia de la gracia a la hora de obrar bien, en detrimento de la libertad humana. Se caracteriza por su extremo rigorismo moral y espiritual. Esto nos ayudará a entender el singular comportamiento de nuestro autor.

Gilberta Pascal, la hermana de Blas, escribió una deliciosa biografía de referencia ineludible para el asunto que hoy nos ocupa. En ella nos cuenta que el autor de las Cartas provinciales mostró una precocidad en lo que respecta a sus razonamientos: «Desde que mi hermano llegó a la edad en que se le pudo hablar, dio señales de un extraordinario ingenio…» (p. 129).

Lo que llama poderosamente la atención es cómo este espíritu valetudinario, enfermizo, conquistó las cimas de la ciencia y de la filosofía. Su hermana refiere al respecto que Blas, «desde la edad de 18 años, no había pasado un día sin dolores» (p. 132). ¿Cómo lo logró? A contracorriente como el salmón. Y quizá, con la gracia de Dios, a quien consagró su vida desde su juventud.

Pascal es un tipo peculiar de santo. No comparto este modo de entregarse heroicamente al Absoluto. Gilberta cuenta que nuestro genio observó, para lograr sus propósitos supererogatorios, dos máximas: renunciar a todo placer y renunciar a todo lo superfluo. Con lo primero nunca estaré de acuerdo. Con lo segundo, quizá. Y es que Pascal amó la pobreza y a los pobres: «Este amor que tenía a la pobreza le llevaba a amar a los pobres con tanta ternura, que jamás rehusó limosna, aunque fuese privándose él de lo necesario, porque tenía pocos bienes, y sus enfermedades les obligaban a gastos que sobrepasaban a sus rentas» (p. 139). Es loable e incuestionable su opción por los desposeídos.

Pascal tenía un gran deseo de morir en compañía de los pobres, pero lo atormentaban sus escrúpulos, pues pensaba que había hecho poco por ellos, a pesar de que siempre había manifestado un gran amor por los desprotegidos: «Ya que no tenía bastantes bienes para darles, debía haberles dado al menos mi tiempo y mi trabajo…» (p. 145). Ya he hablado contra el escrúpulo en otras ocasiones. Evoco ahora mi texto sobre el escrúpulo «juangabrielesco» en el libro A divo vida. Queremos tanto a Juanga. Sigo pensando que el escrúpulo es del mal espíritu. No comparto el modo tenso y angustiado de vivir de nuestro admirado Pascal. Maritain lo juzga de este modo: «Por grande que sea Pascal, queda a mucha distancia de las soberanas alturas donde mora la contemplación de los santos. “Cum dilatasti cor meum”. Le ha faltado un corazón dilatado».Prefiero a los santos de corazón dilatado.

Por otra parte, tampoco comparto su modo de concebir la enfermedad. Casi la recomienda: «No me compadezcáis; la enfermedad es el estado natural de los cristianos, porque por ella se está como se debería estar siempre, en el sufrimiento de los males, en la privación de todos los bienes y de todos los placeres de los sentidos y exento de todas las pasiones que nos trabajan durante el curso de la vida, sin ambición, sin avaricia, en la espera continua de la muerte» (p. 145). Al respecto, rememoro un pasaje de la novela La montaña mágica de Thomas Mann donde el liberal Settembrini discute con el jesuita Naphta sobre la enfermedad y la muerte. Naphta afirma que «el hombre es esencialmente un enfermo, pues es el propio hecho de estar enfermo lo que hace de él un hombre… es en el espíritu y en la enfermedad donde radican la dignidad del hombre y su nobleza» (p. 413). Settembrini sostiene, en cambio, que son la salud y la vida lo propio del hombre y no la enfermedad y la muerte. El espíritu de Pascal coincide con el de Naphta. Raya en el masoquismo. Pero creo que en el equilibrio entre estas dos posturas se encuentra la verdad.

Sus últimas palabras fueron: «que Dios nunca me abandone». Estas mismas palabras remiten a su escrupulosidad. Dios, toda misericordia, no abandona a sus criaturas. Pero no importa, una vida escrupulosa y tormentosa puede heredar a la humanidad una obra intelectual poderosa y transformadora. Es el caso del inventor de la calculadora mecánica.

Referencia:

  • Mann, Thomas, La montaña mágica, Trad. de Yenis Ochoa, Unilibro Ediciones, Caracas, s/a.
  • Pascal, Blas, Pensamientos y otros escritos, Trad. De Eugenio D´Ors, Porrúa, “Sepan cuantos…”, No. 577, 2ª. edición, México, 1996.

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