Mientras los políticos encargados de gobernar este país se encuentran enfrascados en sus propias luchas por el mantenimiento del poder, los problemas que padece el pueblo (para utilizar la palabra de moda del político mayor) se multiplican y no hay política pública capaz de contenerlos.
Eso, naturalmente, también es una cuestión de ingobernabilidad porque una cosa es tener el control político (o de los políticos, más bien) y otra muy distinta el mantenimiento del orden en los conflictos que surgen a la hora en que los gobernados se relacionan entre sí. Esos son muchos y de tal magnitud que requieren acciones efectivas para que éstas, a su vez, se traduzcan en acciones de gobernabilidad.
Por ejemplo, uno de esos grandes conflictos nunca abordados eficientemente por ningún Gobierno y, por tanto, jamás superados es la pobreza, entendida en principio como carencia, aunque sepamos de antemano que la pobreza no se agota en las carencias materiales.
Los signos más evidentes de tal condición están asociadas a deficiencias de salud, educación, justicia, laborales, economía… cuyo resultado impacta en una fragilidad de las relaciones familiares y sociales manifestadas en inestabilidades que trastocan el equilibrio y la paz social.
Aunque no existe una manera efectiva, y objetiva, de colocar la frontera entre la riqueza y la pobreza, una posibilidad abordada con seriedad sería considerar como pobres a toda aquella masa ciudadana que carece de medios económicos para adquirir a precios de mercado bienes y servicios necesarios para llevar una vida digna.
Si bien es cierto que determinar el umbral de la pobreza en función de colocar los bienes y servicios que se consideran necesarios para llevar una vida digna, resulta también un problema, quizá una posibilidad metodológica podría ser colocar en condición de pobres a todas aquellas personas que se encuentran debajo de la renta media neta por habitante del país. Debajo de ese umbral de pobreza podrían distinguirse la pobreza moderada y la pobreza extrema.
Estos criterios metodológicos permitirían objetivar el espectro de la pobreza y podrían también contribuir a diseñar mejores políticas públicas para combatirla, al mismo tiempo le restaría la carga de emoción que el concepto trae implícito y que tanto gusta a los políticos para proclamarse defensores de los que padecen esta situación, pero sin que el aprovechamiento de este capital político contribuya realmente a desterrarlo.
Porque el problema de la pobreza no radica tanto en la carencia para adquirir los bienes y servicios (que ya de por sí es mucho), sino lo que se deriva de ello. La pobreza anticipa la muerte, la pobreza el principio de exclusión.
Considerada así, entonces, tenemos que la actualidad de la pobreza no se debe tanto a la imposibilidad para adquirir bienes y servicios, ni siquiera a la escasez de recursos, sino a la mala distribución de los mismos.
La diferencia entre pobreza y exclusión radica en que la pobreza distingue un orden en la organización social, visible en un arriba y un abajo; la exclusión contempla un dentro y un fuera en el orden de esa organización social.
Pero ciertamente la pobreza conduce irremediablemente a la exclusión. Y los políticos lo saben y manejan esta situación a su antojo y conveniencia.
Aunque las fronteras de la exclusión son difusas, algunos elementos permiten clarificar con precisión esta condición. Por ejemplo, un factor de exclusión es el empleo, sobre todo el empleo que no es bien remunerado. Las múltiples modalidades de contratación que hoy existen han contribuido a abaratar la mano de obra, especialmente cuando se recurre a ellos en circunstancias especiales: contratos de tiempo parcial, contratos de formación o de prácticas.
Pero eso es en el caso de la gente que está empleada porque también están los otros, los que no tienen empleo o los que, teniéndolo, es un empleo precario bajo contrato basura, trabajo informal que sólo hace más grande la exclusión.
Y como una desgracia nunca viene sola, pegadito al desempleo está el factor escolar, como un vital elemento de exclusión. El mundo globalizado de hoy exige un alto grado de competitividad que, en buena medida, sólo lo puede dar la escuela. Pero si la gran mayoría está excluida del empleo, lo está, por consiguiente, de la educación escolarizada profundizando los abismos de exclusión en los ámbitos de desarrollo.
Aunado al enorme rezago educativo que ya de por sí mantiene a México en la cola de la eficiencia escolar, la pandemia de Covid (nunca bien abordada por el gobierno actual) agudizó el problema pues además del ausentismo en las aulas se presenta hoy el abandono psicológico (un grupo muy numeroso de alumnos que están físicamente en la escuela, pero en constante tensión y conflicto con ella) menos identificado y, por eso también, menos atendido.
Y si seguimos con esa cadena de desastres tenemos que todo eso desemboca en el abismo más oscuro de todos: la exclusión social, que pone en movimiento la rueda infernal de todas las desgracias donde pobreza y exclusión llevan a una cadena infinita de los peores males: adicciones, delincuencia, violencia, prisión, enfermedades, migración, «pepenar» en la basura para ver si se puede comer hoy.
Esta última categoría la forman los super-excluidos de nuestra sociedad formando una población de mendigos sin techo, transeúntes en situación de calle, drogadictos al límite, enfermos terminales de cualquier enfermedad, alcohólicos graves, delincuentes de atraco rápido y espontáneo, prostitución masculina y femenina.
En definitiva, una población sobrante, totalmente excluida, y cuyas condiciones de vida arman el drama de la degradación humana no atendida por el Gobierno mexicano.
Todos los excluidos le interesan a este Gobierno y sus seguidores pues son ellos los depositarios de los programas retóricos que la presente administración mantiene como emblema de las políticas públicas de bienestar. Demagogia pura.
Bajo ese escenario de tintes sombríos, cabe esta pregunta: Señor presidente, Por qué en lugar de proponer un plan de paz para la guerra Ucrania-Rusia, ¿no sería mejor armar una estrategia eficaz contra la guerra interna que libra hoy México?
Por qué en lugar de proponer el programa Sembrando vida para Centroamérica, ¿no sería mejor establecer políticas públicas de empleo para el país a ver si con eso le podemos hacer frente a la pobreza?
Puras cortinas de humo. La educación espera, la salud espera, la justicia espera, pero ¿hasta cuándo?