El verdadero progreso y el auténtico desarrollo han sido siempre una realidad aplazada para la generalidad, aunque permanentemente aparezca en el primer orden de las ideas discursivas de los que gobiernan.
En este país, el presidente, los diputados, los senadores de la República, los políticos en general, la burocracia, los empresarios, los líderes sindicales, militares, y de otra calaña similar, todos mienten con impune y festiva despreocupación y desparpajo frente a una asamblea ciudadana de pasivo comportamiento en su accionar.
Los estudios sociológicos señalan que en México siempre se ha tenido la necesidad de un jefe que mande; es un mal histórico que se subraya en la inevitable existencia de los partidos políticos, desde donde surge lo peor de quienes tienen autoridad para hacer trizas la mentalidad de un pueblo en quien no se encuentra el más mínimo rasgo de conciencia.
En los casi 70 años de Gobierno priista, los doce fugaces años de alternancia panista y lo que va del priismo renovado con el nombre de Morena, mi patria se ha convertido en una carnicería velada. Las organizaciones del crimen y los cuerpos de seguridad se afanan por asegurar su hegemonía matando gente, secuestrándola, torturándola, sembrando el terror como método de intimidación auspiciado por el Estado para dejar constancia de su autoritarismo.
Con todo esto, tiempos de penumbra han llegado a mi país. En un acto de confirmación el puritanismo político mexicano nos ha dicho una y otra vez durante este sexenio que es enemigo del debate y la discusión pública de los asuntos cruciales de la nación. A lo largo de todo el siglo XX y lo que va del presente, nos han acostumbrado a las rupturas y a los interminables recomienzos que consolidan y otorgan calidad de status de rigidez y estancamiento a las cosas vitales con las cuales este país podría encontrar un mejor cauce.
Los partidos políticos han encabezado el más grande movimiento organizado que ha provocado la muerte civil de todo un país entero. Sólo de sus filas salen los gobernantes que han clausurado todas las formas de expresión de una vida civilizada. Obligados por las circunstancias, el individuo de esta sociedad sólo hace lo que ellos le piden hacer: su aclamación pública a través de los procesos electorales y la sumisión más insultante ante la autoridad que les confirió en las urnas y que, en su mente enfebrecida de soberbia, los eleva a la categoría de dioses en cuya esfera resultan absolutamente intocables.
Arropados en la dictadura de la arbitrariedad, los partidos políticos han encontrado en la democracia —supuesto Gobierno del pueblo— su mejor justificación para actuar de la manera más irresponsable frente a los problemas vitales de la nación.
Los partidos políticos convertidos en Gobierno, ya sin la máscara que utilizan durante las campañas electorales para ocultar su verdadero rostro, muy pronto dan muestra de su verdadera faz: mediocridad, esterilidad, perversidad, alcahuetería, solapadores, convenencieros, manipuladores, mañosos, mentirosos, oportunistas, usurpadores, arribistas, ladrones, criminales… El mal en toda su expresión.
El sistema de partidos en México arropa, forma y promueve a una casta parasitaria de burócratas que usan su membresía como una patente de corso en contra de una masa informe, indefensa y miserable —el pueblo todo— que se halla a su merced y que no sabe de dónde le viene tanto mal.
Urge, entonces, que los partidos políticos se vayan de la historia. Hoy se hacen necesarios hombres y mujeres formados en la disciplina, en el apego al orden y al trabajo, es decir, productivos, respetuosos de la ley, y no a esa burocracia parasitaria que se nutre de todo lo esencial que un pueblo requiere para consumar la existencia.
Pero que podríamos esperar si, creíblemente, los vínculos del Gobierno actual con el crimen organizado parecen ser una realidad irrefutable, cocinado en la ambigüedad del secreto a voces.
La economía del crimen encuentra entre sus indicadores de desarrollo, una nómina que paga salarios a una gran cantidad de gentes que se desenvuelven como secretarios de Estado, gobernadores, presidentes municipales, jefes policiacos, agentes del ministerio público, jueces, militares de alto rango, la cumbre de los clérigos, líderes sindicales, comerciantes, empresarios, banqueros, y… La consecuencia de esta economía es el enriquecimiento sin límites de todos esos y otros similares; al mismo tiempo se provoca el aniquilamiento de todo un pueblo que ha tenido que cancelar la vida social asumiendo su condición de rehén en su propio hogar.
Sangrado por todos esos males, este país de escenografía ve pasar sin detenerse en su suelo, la riqueza generada por sus obreros, como ganancia de las empresas extranjeras. Mientras tanto, el pueblo va a la deriva, se entrampa, emigra, mendiga en todas partes tratando de sobrevivir por todos los medios a su alcance; actitud propia de los que no tienen patria porque se la han arrebatado mediante el robo más vil y descarado que se pueda concebir, aunque en el marco de un orden jurídico todo parezca legal y hasta justo.
México necesita Gobiernos honrados y patriotas pues el robo, el cohecho, el soborno y el dispendio, es lo usual como una práctica de normalidad en cada administración pública que gobierna. Por cierto, sin el menor cargo de conciencia y, por supuesto, sin atisbo alguno de un castigo surgido desde la ley, que no contempla en su normativa ni la más remota posibilidad.
Necesitamos en las clases dirigentes a personas capaces de mantenerse fieles a principios que le pongan alto a la tentación de mentir por sistema, que no sean presa fácil de la mezquindad, tan propio de la turba enloquecida que vive sostenida por la falacia metódica, por el oportunismo insultante, por la sumisión más ruin, por la oquedad que llama al vacío, por las trampas para encumbrarse, por la frivolidad y la moda desquiciante.
No más parodia de presidente, no más parodia de legisladores serviles que extinguen fideicomisos para quitar privilegios sin morderse la lengua. Porque si de privilegios hablamos, privilegio es haber vivido toda la vida sin trabajar, sin conocer lo que significa ser, aunque sea un segundo, productivo para este país.
O, dígame usted, lector, ¿cuándo Andrés Manuel López Obrador, Mario Delgado, Marcelo Ebrad, Monreal, Noroña y todos los legisladores sumisos le han sido útiles a este país con su trabajo productivo? Es sólo una pregunta sana.