¿Queremos caminar con el otro?

Es indudable que nos cuesta caminar con el otro, especialmente con el que vive o piensa diferente a nosotros. Lo más fácil para el que no quiere caminar con el otro es despreciarlo, juzgarlo, castigarlo, segregarlo y en el peor de los casos desaparecerlo o matarlo. El otro nos incomoda, no lo queremos ver ni escuchar.

¿La Iglesia Católica quiere caminar con el otro? Pareciera que sí, pero en la praxis diaria, pareciera que no. Inclusive, es un antitestimonio que no hayamos podido caminar juntos dentro de la propia Iglesia. ¿Cómo pretendemos caminar con el otro si ni siquiera podemos caminar con el que profesa la misma creencia?

Son muchos los esfuerzos: cartas, mensajes, encuentros, reuniones, celebraciones. Pero no hemos podido concretar el mensaje de Jesús: «ama a tu prójimo como a ti mismo». Este mensaje tan poderoso no ha podido permear en todas las comunidades cristianas. Al exterior, se expresa esa unidad, pero al interior de la comunidad, se sigue cerrando la puerta al otro.

¿Será que el mensaje del «maestro» es un ideal inalcanzable? ¿Será más bien un proyecto que se concretará en otro espacio atemporal? ¿Será una tarea que día a día se debe de trabajar en cada persona y en cada comunidad?

¡Cuántas realidades humanas tocan a nuestras puertas! ¿Sabremos responder y caminar con esas realidades que nos abofetean a la cara día a día? El otro es el hermano migrante; el que vive en pobreza extrema; el que ha sufrido violencia familiar; el que lucha por encontrar a su familiar o amigo desaparecido; la persona homosexual o las personas que promueven una ideología diferente a una creencia religiosa; el que ha sido despojado de su tierra o de su fuente de trabajo; el otro, en pocas palabras, es el que ha sido despojado de su dignidad de persona humana, igual que tú y que yo.

Si no sabemos crear una comunidad con el otro, menos podremos caminar con él (sinodalidad) y transformar este mundo que cada día se vuelve más individualista y egoísta, que devora la dimensión comunitaria y social.

Robo y manoseo

La migración en México ya nos rebasó. Cada día miles y miles de hermanas y hermanos de diferentes países pasan por nuestro país. Muchos de ellos inclusive pierden la vida o sufren de accidentes terribles, quedando mutilados de una extremidad. Las mujeres son manoseadas o en el peor de los casos, son violadas.

Pareciera que esta crisis migratoria abriría más nuestro corazón y nos haría más fraternos con el hombre y la mujer que cruzan por nuestras tierras. Pero la realidad no es así. Aunque a lo largo y ancho del país hay casas, centros y comedores para la atención del hermano migrante, nunca es suficiente para cubrir las necesidades. Es loable la gran labor que hacen muchos fieles nuestros por atenderlos, a pesar de las limitaciones económicas y materiales.

Simplemente en la ciudad de Torreón, donde radico, la migración ha crecido en este año en un 300% a comparación del año pasado. Y no solamente viajan hombres y mujeres solos, también migran familias completas, mujeres embarazadas y niños sin ningún familiar que los acompañe.

El principal medio que utilizan para cruzar nuestro país es el tren, conocido como «La Bestia», pero también utilizan otro tipo de transporte público o privado. Durante su caminar, casi la mayoría sufre algún tipo de agresión o amenaza. Las autoridades, especialmente las fuerzas públicas, les quitan su dinero y hacen tocamientos inapropiados a las mujeres, según relatos de los propios migrantes.

Como Iglesia, estamos llamados hoy más que nunca, como nos lo ha dicho el Papa Francisco en su mensaje para la jornada mundial para el migrante y refugiado: a acoger, proteger, promover e integrar a todos, sin distinción y sin dejar a nadie fuera. ¡Que nunca les cerremos la puerta de nuestras Iglesias y comunidades a ningún hermana o hermano que toque nuestra puerta!

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